
Rafael Salgueiro
Nuclear sí, por favor
La soledad es la derrota de la esperanza. Quien se siente solo ha descendido a los infiernos humanos, allí donde la tiniebla engulle cualquier luz. La depresión nos hace sentirnos abandonados en un mundo que nos es hostil y para el que no encontramos un sentido. El camino de los solitarios siempre acaba en acantilados muy oscuros.
Vivimos un tiempo perverso, en el que, a pesar de estar hiperconectados a través de las nuevas tecnologías y las pantallas, nos sentimos más solos que nunca. No es de extrañar, por tanto, que las estadísticas de personas con depresión, malestar emocional y sin ganas de seguir viviendo crezcan de una manera preocupante. Estamos construyendo un archipiélago de islas humanas incomunicadas y separadas por océanos de indiferencia, egoísmo y tristeza.
Mi Cristo de la Sentencia es un hombre solo. Uno puede sentirse redicalmente solo aun estando rodeado de una multitud. Mi Señor solitario experimenta en su alma la deshumanización a la que nos conduce la soledad, la abolición de la ilusión que conlleva la depresión. Es una amputación de lo yo llamo los cuatros pilares que salvan al ser humano: la amistad, la alegría, la integridad y la solidaridad. Los cuatro tienen la capacidad de remover nuestro caudal interior de energía para, en primer lugar, satisfacer la demanda propia de toda persona –si quieren, llamen a esa energía interior esperanza– y, en segundo, generar un excedente energético que regalar a quienes nos rodean de manera generosa –pueden llamar a este excedente amor o caridad–. El Sentenciado, ese solitario rodeado de romanos y judíos, es mi escuela para cuidar esos cuatro valores humanos, que nos convierten en seres con cierta –que ya es algo– disposición para el bien; y eso es una cumbre psicológica que merece la pena escalar.
La alegría es el lucero del alma, sentimiento que nace de estar contento con uno mismo porque el proyecto personal va saliendo adelante a pesar de los mil y un avatares que le han sucedido; también de saberse perdonar uno sus fallos y carencias.
La amistad es uno de los platos fuertes del banquete de la vida. Se hace de confidencias y desprendimiento, de donarse al otro hasta incorporarse a su existencia de manera ya que la suya y la tuya sean inseparables. Hay que ser muy valiente para tener amigos de verdad porque nos exponemos sin reservas, contraprestaciones ni cálculos.
La integridad es la sencillez de los sabios y la sabiduría de los santos. La persona íntegra es auténtica, entre su vida pública y privada, interior y exterior, hay una buena ecuación. Si la sencillez es la virtud de la infancia, la integridad es la virtud de la madurez. Es el secreto de ser uno mismo con el corazón ligero y en paz.
La solidaridad es la virtud social de adherirse a las causas difíciles de otras personas con intención de ayudarlas. Es concordia, fraternidad y empatía, con el hilo conductor de la generosidad. Dejemos de ser una isla para convertirnos en un archipiélago bañado por las aguas cristalinas de la fraternidad humana.
El Señor de los macarenos es la primicia para todos aquellos que nos sentimos o hemos sentido solos en alguna ocasión. Es la victoria de esos cuatro pilares humanos sobre la soledad anticipando la luz de la esperanza que llegará tras él para demostrarnos que no estamos abandonados a nuestra suerte en el mundo y que la existencia sí tiene sentido. Mi Señor transita la noche del Viernes Santo solitario y deprimido hasta que el alba, emisario de la esperanza, enciende las calles repletas de hombres y mujeres que le buscan para sentirse uno en él, acogidos y compatriotas de un destino común. “Yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre”, dice el Señor de la Sentencia cuando el primer rayo de sol besa su cabellera en la mañana del Viernes Santo.
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