
Visto y Oído
Francisco Andrés Gallardo
Esa diva
Jesús dijo que el Reino de los Cielos estaba dentro de nosotros. Pero, ¿y el de los infiernos? Creo que también. A mi Cristo de la Sentencia le laceran los dolores internos más que las sogas que desollan sus muñecas y la corona de espinas que aguijonea sus sienes. Le aprietan hasta atormentarle los padecimientos del alma humana, esos que muerden como pirañas inmisericordes en lo más recóndito del corazón del hombre. Allí, en lo profundo, es donde construye su imperio el mal para torturarnos hasta hacernos creer que la esperanza no existe. El egoísmo es insano no por una cuestión de vanidad, sino porque nos hace concentrar todos nuestros sentidos en ese interior tenebroso que nos consume y arrebata cualquier posibilidad de abrirnos a la luz.
El Señor de la Sentencia es el Reino de los Cielos encarnado que contiene, para erradicarlo a través de su padecimiento, el reino de los infiernos. El Credo de los apóstoles dice “descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos”; ese es el momento que anticipa mi Cristo, el de descender a sus propios infiernos interiores para vencer los demonios del alma humana y ascender como el Nuevo Hombre que funda nuestra esperanza. No existe más perfecta catequesis ni más alta ascesis que este Señor sereno y silencioso, ensimismado e introspectivo, que experimenta todas las aflicciones morales y mentales del hombre para bendecirlas y redimirlas. Es el sujeto de esa maravillosa frase construida por los macarenos que se completará tramos más atrás cuando aparezca el maligno dragón atravesado por la espada del arcángel, llamador que nos anuncia el triunfo definitivo de la Esperanza. Nuestra cofradía es un tratado de teología andante, cuyo significado no puede desentrañarse sin comenzar por el Cristo de la Sentencia.
Este Jesús de los macarenos es Aquél que nos dijo “No estéis afanados”. No cruces puentes antes de llegar a ellos. También quien nos enseñó a rezar al Padre diciendo “Danos hoy nuestro pan de cada día” en lugar del de mañana. Él es un presente absoluto, como el Reino de Dios. Sin embargo, sufre las disrupciones –y eso es tan humano– del reino de los infiernos y sus males; es un campo de batalla erguido que nos enseña a vencer los problemas que emanan de ese fondo oscuro de nuestra alma. Nos educa en el amor, primero a nosotros mismos. Sí, nos instruye para que nos amemos a nosotros mismos, ya que nada que no seamos nosotros mismos podrá traernos la paz ni hacernos reconocer ese Reino de los Cielos que custodiamos. ¿Cómo va a guiar un ciego a otro?, nos pregunta desde hace más de dos milenios.
En esta lección suprema el amor es la más elevada y sacrificada sabiduría: cuando nos dijo amad a vuestros enemigos, no se limitaba a predicar ética, sino la medicina para este deshumanizado siglo XXI. Cuando odiamos a nuestros enemigos –incluso nosotros podemos ser nuestros peores enemigos–, les estamos dando poder sobre nosotros, sobre nuestra alma, sobre nuestros deseos, sueños, ilusiones, felicidad y esperanza. El odio es la escotilla por la que suben los vapores de ese reino de los infiernos que todos llevamos dentro; y ese butrón debemos sellarlo para siempre con el amor y el perdón, también a nosotros mismos. Reconciliémosnos con nosotros mismos antes de llevar las ofrendas al altar.
Sigo a este Señor bueno y humano de la Sentencia, que me anima a hacer las paces conmigo mismo a traves del amor y a buscar la felicidad, única senda para decidir hoy, desde lo que somos, lo que queremos ser. Es el camino que recorrer, la verdad que acoger y la vida que vivir para que aflore el Reino de los Cielos.
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