Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
Inventarios de diciembre (4). Desigualdad
En Economía, la “rigidez” de los precios se da cuando estos no se ajustan a las variaciones de la oferta o de la demanda. Por ejemplo, ante una subida del precio del carburante por la Guerra de Ucrania, los transportistas se vieron compelidos a tragarse ese encarecimiento: rigidez. La rigidez de los precios de los productos de consumo masivo ha originado revueltas y revoluciones. Así se explicaba en las aulas de otro tiempo de un bien básico y típicamente rígido como el del pan: pero entonces no había tarjetas de crédito, supermercados, ni se hablaba del gluten y sus intolerancias; era el miedo al hambre. Ya lejos aquella miseria, si un producto o servicio llega a ser más que abundante, su precio debería bajar. Pero a menudo no es así. La perfección de los ajustes teóricos choca con la complejidad de los factores influyentes. Incluidos los subjetivos, como las expectativas y deseos de los consumidores.
Si los tipos de interés han subido, como es ahora el caso, en buena lógica los aspirantes a propietarios o pequeños inversores en ladrillo se retraerán, ante el riesgo de hacer muy pesada su carga crediticia durante años. Sin embargo, los precios de la vivienda no sólo se muestran rígidos ante un incremento de los intereses; y no se abaratan, sino al contrario. Diríase que esto es paranormal. ¿Por qué una familia querría seguir deseando comprar en estas condiciones? Cabe explicarlo porque los ingresos de muchos particulares han crecido más de lo que suben los tipos. O porque el parque de viviendas sigue siendo escaso para ciertos niveles de renta. O porque la crisis del ladrillo y la posterior pandemia crearon una bolsa de demandantes. O porque el éxito del turismo es inflacionario (en las vacaciones del turista interior del 2024, en los últimos siete meses el paquete turístico ha subido en España un 22%, y un 31% el precio de los hoteles, mientras que la inflación interanual es sólo de 2,8%. ¡Y todo está lleno! Huele a endeudamiento).
Estas conjeturas conocen divergencias notables entre territorios, que hacen incomparables los mercados. Nada tiene que ver un inmueble del centro de Madrid o de Cádiz capital con una promoción de adosados en Cuenca o una casa heredada en proindiviso en la España vaciada. En las millas doradas de las grandes urbes y en la costa todo se vende mejor, pero se compra más caro, y permitan la obviedad. En la antesala de cualesquiera elecciones próximas, se prometerá el oro y el moro público para fomentar el acceso a la vivienda en propiedad y alquiler. Déjà vu: lo hemos visto antes.
En nuestro país, la propensión a poseer con escritura notarial un sitio donde vivir, junto con la exigua cantidad de inversores del capitalismo popular en bolsa, siguen siendo rasgos autóctonos. Los alquileres desbocados animan a comprar casa propia, esperando, el hipotecado, que soportar un mayor coste de su deuda a largo plazo se vea compensado por unos ingresos del trabajo que se incrementan; y con una revalorización de su propiedad, aunque esta pudiera depreciarse por circunstancias ajenas a su control, como una crisis económica, bélica o sanitaria. Continuando en clave española, hay un factor sintomático en las aparentes rigideces del mercado de la vivienda: la construcción inmobiliaria no para de crecer. “El casado, casa quiere”; los crecientes tipos de interés no disuaden de ese natural deseo; los salarios y los ingresos de los autónomos supervivientes se han ajustado en buena medida a una reciente inflación desatada –que ya no lo es–, y no parece haber temor a una reedición de la última burbuja inmobiliaria (1997-2007). Ahora, los metros cuadrados suben más que los intereses que cuesta el hacerse con ellos en propiedad. ¿Es esto rígido o elástico? Es el mercado... que es imperfecto.
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