El parqué
Caídas ligeras
Cuando veamos a Rafa Nadal jugar con dolores ante un Djokovic que cada vez se le agiganta más al otro lado de la red, a los Hispanos dándose mamporros con los suecos, a Carlos Alcaraz llevar su ilusión y sus ganas a lo más alto en sus primeros Juegos... ya habrá políticos carroñeros rebuscando entre la actualidad de París la forma de arrimar el ascua a su sardina en plena temporada. Como buen mes sin erre en el que estamos.
Lo hemos visto de lleno en la Eurocopa de fútbol. Politizar el éxito del deporte español precisamente en eventos en los que se convierte en un elemento de unión es una práctica habitual en esa clase ruin que se pega el lujo de vacacionar con el dinero de las dietas sin tener que tocarse el sueldo.
La pureza de unos Juegos Olímpicos debería ser sagrada. El dolor de Nadal merece un respeto, las lágrimas de Ariane Toro, los gritos desgarradores de otra judoca, la japonesa Hifumi Abe, inconsolable en los brazos de su entrenador, las horas de trabajo para superar lesiones que ha dejado atrás Carolina Marín, la sonrisa clara de Simone Biles tras dedicarle un yurchenko con doble mortal carpado a los tres años de calvario mental que ha sufrido y que la echaron de los anteriores Juegos... son imágenes que engrandecen la magna demostración de cómo la anatomía humana puede llegar hasta el límite y más allá.
Los que acogían con cierta frialdad la primera medalla para España de un madrileño de Móstoles –Fran Garrigós– ya preparaban el discurso para cuando El Profeta Emmanuel Reyes se meta en el ring de las finales o aparezca en escena el diversificado equipo español de atletismo.
Ni hay una nueva España ni tiene por qué haberla. No la hubo nunca en el deporte y mucho menos debe ganar terreno en unos Juegos, donde el espíritu olímpico tiene que ser la única bandera y donde todos compiten en unidad e igualdad.
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