30 de noviembre 2024 - 03:10

Aunque podemos optar por una visión pesimista sobre cómo ir viendo crecer a las generaciones que nos suceden son la prueba palmaria del acercamiento propio a lo inexorable, el asunto del estrés tecnológico que azota más a abuelos que a nietos “tiene un peluseo” (una de las expresiones de cabecera del añorado Eduardo Soto, con la que se refería, por ejemplo, al atractivo de localidades como Ayamonte o Cazalla de la Sierra). La observación y curiosidad de a pie e inmediata sobre los rasgos cambiantes del milenario relevo entre generaciones tiene un peluseo sociológico, antropológico y cultural.

Hace unos días, Enrique García Vargas, el arqueólogo que reprodujo la romana salsa garum, me regaló la expresión “realia”. Esto es, “las cosas reales”, según el latín medieval: palabras que denotan objetos, conceptos y fenómenos típicos exclusivamente de una determinada cultura. Hablábamos –en red– sobre los periódicos en papel, una especie en aparente extinción, pero sobre la que cabe apostar que tendrá una gozosa “demanda residual”, o sea, aquella que subsiste en un producto o servicio cuando la demanda de estos cae por haber llegado a la etapa final de su ciclo de vida pero que, a pesar de ello, hay una cierta masa crítica de consumidores que se resisten a dejar de comprarlos y no consideran la opción de sustituirlos por otros; en este caso y como mero ejemplo, la prensa digital. Tiene un peluseo la cosa.

Me atreveré a hacer una conjetura, casi una pirueta: los realia de los proyectos de negocio de mis alumnos de cuarto van cambiando vertiginosamente desde que la asignatura de Creación de Empresas comenzó a impartirse hace unos quince años en la universidad. Los de este curso versan sobre ideas de negocio que hace sólo un quinquenios eran impensables, porque las formas de consumo, tecnología digital y otras esencialidades han variado con un extraordinario dinamismo: intermediación en la provisión de almuerzos que el “turista experiencial” consume en casas de familia, con menús tradicionales de la zona; ventanas convertidas en placas fotovoltaicas, estilismo personalizado basado en la Inteligencia Artificial, cementerios de mascotas hechos bosques con sus restos, y muchos otros que sólo hace unos pocos años eran ciencia ficción. Sus realia no son los mismos que hace pocos cursos, y no sólo en lo tocante a la terminología, sino en sus contextos de costumbres y sus usos de comunicación, gustos, oferta y demanda (citaré a otro amigo, Ricardo, arquitecto, que hace guasa diciendo que los economistas hacen patria liando diferentes croquetas con sus cocinados de dos ingredientes: las tales oferta y demanda).

Por puro afán de supervivencia social y cultural, y por mera experiencia de lo que en las aulas vivo, considero una necedad decadente el desdeñar por diabólicos a las revoluciones de los realia a las que asistimos, ojipláticos y ya en el ejército de reserva. Tiene sus pasivos el prodigio de internet, “esa moda de internet”, según el castizo dardo en la palabra del maestro Luis Carlos Peris. Un rasgo totalizante y meteórico ajeno al siglo XX del que provenimos las bases de la pirámide de población, los añosos. Entre cuyos miembros hay alguno que, en modo canalla, afirma: “yo bombardearía Silicon Valley”. Son esos que, como servidor, piden a su hija que les ayude a no desesperarse ante una pantalla de ordenador infinitamente conectada a la vida propia y a la de otros, llena de sioux malignos que te estafan apostados detrás de un matojo en un lejano lugar, de actualizaciones de software y de sus incesantes fueras de juego correlativos, de canjes sin cara a cara. “O sigues el ritmo, o te largas”, decía un ya provecto rap. Eso es lo que hay. No nos vengamos abajo.

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