Tribuna Económica
Carmen Pérez
Un bitcoin institucionalizado
Sevilla no es una ciudad perfecta y ojalá siga sin serlo, porque la perfección es aburrimiento. Lo dijo Rafael el Gallo cuando le preguntaron qué era el toreo perfecto. “El aburrido”, contestó el primogénito de la Señá Gabriela. Estos días he pensado en las bacalás de la cita sevillana y hasta he llegado a pensar que muchas eran programadas a conciencia para que hubiera debate y pataleo. Sin polémica, la Bienal sería francamente insoportable. Si no salía Andrés Marín con una gallina viva en la cabeza o jugando al fútbol en el Maestranza vestido de Don Quijote, el ambiente no se animaba. En las primeras ediciones había críticos veteranos que a veces no iban al teatro y hacían la crítica. Esto le daba al festival un plus de informalidad, que algunos llamaban arte. Qué arte, destacó a una bailaora que no fue porque estaba con gripe. “¡La cumbre del baile!”.
Hoy los hay que dejan la crítica hecha antes de ir al teatro. En la edición de 2020, se colgó una crítica en el digital de un diario de la ciudad veinte minutos antes de que acabara el espectáculo. Una noche fui al servicio y había un muchacho sentado en el váter haciendo la crítica en un portátil de esos pequeñitos. “¿Cómo va Menese?”, me preguntó. Le dije que no había salido al escenario, porque se había quedado sin voz, y se lo creyó. Casi le da algo al pobre becario. Otra noche vi cómo un célebre cantaor entraba en el despacho del director del Lope de Vega, donde un crítico escribía la crítica con premura para mandarla al periódico. El cantaor miró lo que había escrito y como no le gustó, sacó el folio de la máquina y le dijo: “Esto es una mierda, compadre, di que he estado cumbre”. No nos aburríamos en aquellas primeras bienales de El Poeta, que pasó de los tirantes y la poblada barba a los calzones Nike.
Hay que tener en cuenta que pasamos de escuchar cante o ver baile mientras comíamos frijoles en Utrera o bebíamos gazpacho en Morón de la Frontera a sentarnos en una butaca sin poder fumar o tomarnos una cerveza. Uno de Torres Macarena se presentó una noche en el Lope con una nevera llena de botellines y un picadillo de tomate, y casi lo detienen. Se creía que estaba en la Berza de Jerez. Nunca le pagaremos a Ortiz Nuevo el esfuerzo que hizo para que los peñeros aprendieran a leer los programas de mano y dejaran de pedirles cantes a los artistas. En los ochenta, era aún normal que un aficionado le gritara a un cantaor: “¡Quillo, déjate de modernuras!”.
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