Visto y Oído
SoniaSonia
Somos capaces de fotografiar una estrella a 28.000 millones de años luz, o de que un cirujano (éstos sí que son admirables héroes) opere a pacientes a cientos de kilómetros de distancia, pero aún no somos capaces de organizarnos y blindarnos lo suficiente para que en un partido de fútbol del máximo interés no salte un lunático, o decenas de ellos, para forzar al realizador a pinchar otra cámara para ocultar el mal ejemplo.
Hablamos de Alemania, la primera potencia de la Unión Europea. Y podríamos hablar de Francia, la segunda, que quedó retratada en la final de la Champions que acogió el estadio de Saint-Denis de París en 2022, con los asaltos de gente sin entradas y un caos más propio de una película con Tom Cruise de protagonista.
En Dortmund, el pasado sábado por la noche, dos amenazas se cernieron desde el cielo. La primera fue una tormenta de tintes apocalípticos, que arrojó mantas de agua y granizos de los que hacen chichones en las cabezas, además de rayos y truenos. La segunda amenaza, más discreta, fue la de un joven de 21 años que se encaramó hasta el techo del Signal Iduna Park, con una mochila a la espalda y una capucha. Los servicios de seguridad respiraron cuando comprobaron que se trataba de un aficionado a hacer fotos desde emplazamientos de muy difícil acceso para colgarlas en las redes.
Todo quedó en una curiosa anécdota, pero volvió a quedar patente que estamos más desprotegidos de lo que creemos. O mejor dicho: de lo que queremos creer.
Ver los estadios germanos llenos y con ese festivo colorido es una bendición. Engancha al espectador, aunque el juego sea mediocre, más que aquellos partidos del confinamiento cuya calidad quedaba diluida en la desolación de una grada vacía. Pero... ¿por qué es más difícil impedir que alguien llegue con una mochila al techo de un estadio repleto que enviar un cochecito a Marte?
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