El parqué
Caídas ligeras
Dioses de cuerpos dorados nos evoca la mitología griega, mientras por aquí la semana se nos ha ido entre los recuerdos de muchos laureles que no volverán. El Olimpo es mucho más Olimpo desde que han entrado por la puerta dos españolitos con un saco enorme al hombro con el que repartieron felicidad durante dos décadas de las que va a ser afanosamente difícil que se repitan.
Como si hubieran hablado entre ellos, Andrés Iniesta y Rafael Nadal se pusieron de acuerdo para cerrar el libro de sus vidas deportivas y poner el colorín colorado a dos bellos cuentos con que maravillar a esos tsunamis de sueños de los que, con ojos abiertos como platos, saldrán sus herederos y los deportistas del futuro.
No cabrán sus gestas en las piezas videográficas que a modo de documentales en unos meses empezaremos a disfrutar. Derramadas las lágrimas de emoción y añoranzas de ambos, sólo nos quedará agarrarnos a su ejemplo, a sus valores de ambición, amor propio y respeto sagrado al adversario.
Johanesburgo y ese derechazo que acompasó como en una estocada hasta la bola el grito entero de un país fue sólo la punta del iceberg de lo que construyó el mago que nació en Fuentealbilla para girar y girar sobre el balón con la elegancia y la clase de una pirouette del gran Nureyev. Compuso las partituras que interpretaba un Barça en el que sobresalía la voz de Messi y de una España que cuando jugaba sonaba a música celestial. Todo, con el perfil más discreto, humilde y lo más alejado posible a un ídolo futbolístico.
De Rafa ya está todo dicho. Todo encerrado en ese puño apretado con fuerza y sus mordidas al oro y la plata de sus inacabables éxitos. El balear nos enseñó a no darnos nunca por vencidos, a creer que cualquier día puede ser el mejor y que el deseo más lejano es agible.
Dobló la esquina una semana irrepetible e histórica con el ingreso en el Olimpo de dos dioses que nos dejan huérfanos de sueños.
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