Visto y Oído
SoniaSonia
Retenemos en el paraíso de la memoria y en el cofre de la devoción películas que podríamos ver una y otra vez. Pero transferir tal amor a otros que no conocen, por edad, esos filmes puede ser un vano afán, incluso uno perverso: tan altas fueron las expectativas que acerca de su belleza y genialidad creamos en los que nos suceden, que difícilmente serán satisfechas. Cuántas veces pasa que nuestra incondicionalidad por una obra de arte aburre a aquellos a quienes se las referimos con un arrobo y una fe que, a la postre, malogran su propio descubrimiento de la maestría del artista, sea director de cine, poeta, pintor o novelista. No siempre, por fortuna.
Me sucedió hace unos días: “No me gusta El Padrino, no sabía cómo decírtelo”. Entenderlo todo es perdonarlo todo, así que tiré por otro lado, y como pude le expliqué a esa joven de 25 años que la película contenía una fábula aplicable a cualquier saga de cualquier familia. Que, más allá de la mafia y sus barbaries de respuesta ante el poder podrido, el Padrino era un fundador, y sus hijos unos herederos marcados por la libertaria y protectora huella de su padre. Que la novela de Mario Puzo y los largometrajes de Coppola y Paramount Pictures narraban la acreditación de un nuevo rico en su sociedad. Que la cosa iba de cómo el éxito empresarial fraguado con denuedo y talento necesitaba emanciparse a su condición carente de cuna; y que sin fortuna, linaje ni herencia dio patrimonio y posición a sus descendientes. Algunos de ellos, meritorios; el resto, sencillamente beneficiarios de su benefactor, que huyó de la condena de ser pobre en el azaroso reparto de bendiciones en un mundo en general cruel.
Se habla de meritocracia con cinismo cuando el mérito no es del agraciado apóstol de la valía, alguien bien abrigado, sino de quienes le aseguraron su porvenir. Eso que los yanquis, sin recato, llaman “el esperma afortunado”. Bien está, y legítimo es, que alguien legue riqueza a su progenie; no tanto que quien por sangre gozó de una perspectiva promisoria de su existencia se erija en vocero del mérito, esa valía que no tuvo o siquiera supo mantener. La meritocracia, o sea, la emancipación de la precaria condición familiar por razón de la capacidad requiere de permeabilidad social y de igualdad de derechos, y sobre todo de la dignidad institucional que mediante el progreso provee de verdadera igualdad de oportunidades. Don Corleone protegió a los suyos, a los fuertes y a los débiles, y ese debió de ser su orgullo y su íntimo timbre de gloria. O solamente le tocó ser lo que fue y representa, más allá del crimen.
No sé si este argumento meritocrático hará que a la joven le acabe gustando El Padrino. Me temo que no va a ser por la metáfora de la emancipación por lo que ella aprecie un cine que no le motiva, en su mundo nuevo. Quizá con la edad valore ese tremendo peliculón, aunque es ocioso exigir que los tótems culturales de una generación sigan siendo los de las siguientes. Y, por lo mismo, que sus gustos nuevos alcancen a ser aceptados por quienes en el tiempo los precedemos.
Hace años que leí, al hilo de que George Bush hijo fuera un nobiliario heredero presidencial de su padre, que la meritocracia que declara el himno estadounidense (“la tierra de los libres y el hogar de los valientes”) había sido fagocitada por los vicios del poder, cuyo principal símbolo es la impermeable resistencia a la savia nueva. Siendo esto un hándicap en la esfera privada, mucho más grave es que la prosperidad se transmita en la esfera pública: el nepotismo político es cien veces menos legítimo que el cuidado de la progenie con los bienes del logro propio. Sin Clemenza ni Tesio de letales caporegime: pura palanca narrativa de la meritoria vocación de prosperar.
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