El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
Tribuna de opinión
En la calle ancha había antes una sede de Unicaja con la fachada cubierta de mármol y esas celosías verdes de cerámica que ya no se hacen porque los bancos cada vez tienen menos oficinas y ahora ya son todas iguales. A veces, cuando entro en San Bernardo intento recordar dónde estaba el Unicaja de la calle ancha, pero no soy capaz. Tampoco está el Triaca, que era un bar que tenía un equipo de fútbol. O algo parecido. Y tampoco soy capaz de encontrarlo en un barrio que sigue igual, pero es distinto. La oficina de Unicaja y el Triaca son los puntos cardinales de lo que era para mí un Miércoles Santo cuando todavía iba con el antifaz enganchado a un alfiler. Era más o menos ahí donde mi madre me dejaba con mi tío en la fila, en el último o el penúltimo tramo de los nazarenos de la Virgen del Refugio. Detrás, pegados a la pared, el abuelo Paco y la abuela Carlota esperaban a la sombra. Mi padre llegaba cuando bajábamos el puente, en la Puerta de la Carne. No podía llegar antes porque estaba en la oficina.
Yo no entendía demasiado bien cómo mi hermano y yo podíamos ir tan cerca de Ella si ni siquiera teníamos papeleta de sitio. Llevábamos unas varas que nos había hecho un orfebre amigo de mi padre. Mi tía venía de acompañante cuando las hermandades no repartían las pegatinas que ahora se colocan en la solapa. Y a todo el mundo le parecía lógico. Nunca llovía y siempre hacía calor. Escribo de memoria, pero creo que San Bernardo se pasó 27 años seguidos sin quedarse en casa por lluvia. Lo de no salir no era cosa nuestra, era algo que le pasaba al resto. Hasta que nos pasó. Entonces la Aemet no estaba en nuestras vidas y mucho menos el whatsapp. Fuera caían chuzos de punta, pero nos enteramos de lo obvio dentro de esa iglesia enorme llena de túnicas moradas y capas negras. Nada, no hacíamos estación de penitencia.
Aquello fue lo que los antropólogos conocen como un rito de paso. El niño que se metía en la fila entre el Unicaja y el Triaca siempre entra en el centro por Santa María la Blanca, copiando el camino que hace el Cristo de los candelabros altísimos y que va sobre un monte de claveles rojísimos salpicado de lirios. A veces cruza el puente por encima, a pesar de que es algo muy poco práctico y las aceras son muy estrechas. Donde antes estaba sola la Giralda, más allá de alguna palmera, ahora hay una torre roja como un pintalabios. Los niños que reparten agua en la calle San José sólo salen una vez al año, pero todos los días pasan guiris con sus maletas de ruedas para dejarlas en alguna consigna que nadie está atendiendo. Lo que no cambia es el frescor de los muros altos del convento de Madre de Dios, ni la luz de la Alfalfa después del andar por las callejuelas en las que, si no hay mucho ruido, se oye el saludo a la Candelaria.
El nazareno de San Bernardo es un flaneur sevillano que aprendió lo que era la gentrificación cuando esa palabra no estaba de moda. Las calles fernandinas del barrio tienen ahora fachadas vistosas, buenos cierres y pinta de apartamento turístico, pero el nazareno de San Bernardo tiene en su mente los desconchones y las tablas pintarrajeadas que cubrían los balcones de edificios vacíos. Donde antes vivían familias de cinco hijos en dos habitaciones, ahora hay pisos con solarium. Pero esas familias enormes son las que siguen llenando las calles del barrio aunque ya hace décadas que nadie vive en Almonacid, en Portacoeli, ni en Cristo de la Salud. Pero a todos los que se fueron los bautizó don José Álvarez Allende. A muchos luego los casó y después también bautizó a sus hijos. Y cada año en esas calles se oyen saludos de esos que ya sólo se escuchan en los pueblos. Esos que delante del nombre llevan un posesivo “¿Cómo está tu Mari?”. “Estupendamente, se acaba de mudar a Nervión y este es el primer Miércoles Santo que viene andando”.
Mari nunca ha vivido en San Bernardo porque nació en el 62 y la riada que arruinó las casas de vecinos (y dio alas a la especulación) fue en el 61. En Santo Rey está la oficina donde sus hijos se vestían de nazareno, porque allí trabajó su padre. Ahora allí vive una amiga que abre su casa cada Miércoles Santo, aunque ellos son de Santa Cruz y de la Esperanza de Triana. El hijo de Mari, que lleva años sin ponerse la túnica, se empeñó en empezar a ver juntos a la Virgen en la esquina de Gallinato. Así lleva desde que la abuela Carlota no está. Ella, en sus últimos años, se ponía en la esquina de la calle Cofia, ya en una silla de rueda para no cansarse. De estrangis, algún nieto le llevaba un botellín helado de Cruzcampo. “No se lo digas a tu madre”.
Este Miércoles Santo el hijo de Mari se vuelve a poner el antifaz y por primera vez no estará allí la abuela Carlota. Pero cuando pase por la esquina de Cofia mirará, como siempre, a su derecha, buscando unos ojos engurruñados detrás de unas gafas de pasta muy grandes. Habrá otros ojos y otras caras, pero él volverá a entender que la Semana Santa es eso. Un botellín frío a escondidas comprado en un desavío para su abuela mientras los dos esperan, a pleno sol, para llorar al paso de la Virgen del Refugio. Pero con una sonrisa en la cara, como el que ve a una vieja amiga que hace mucho tiempo que no se encuentra por la calle.
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