El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
No habíamos cumplido los treinta cuando hace ahora veinticinco años empezó a publicarse este diario y el tiempo ha pasado muy deprisa, aunque a la vez recordemos aquel fin de siglo como una edad remota en la que el oficio de la prensa –aún sin móviles ni correo electrónico ni internet– seguía apegado a los usos de toda la vida. Acudíamos a la redacción en una pesadísima bici de barra alta –suele recordarlo el editor de Joly, un publisher de los de antes, formado en una época en la que los periódicos aspiraban a ser algo más que plataformas publicitarias– y la dejábamos amarrada en la calle que lleva el nombre de uno de los grandes poetas del Barroco español, junto a la iglesia del Santo Ángel a la que íbamos de niños, felices, porque el cura era parco en las homilías, cuando no había misa en San Buenaventura. Los periodistas propiamente dichos –nosotros éramos como intrusos y en parte lo seguimos siendo, aunque hayamos aprendido a apreciar la vocación de los compañeros y su difícil y admirable tarea de escribir contra reloj– todavía trasnochaban o lo hacían, por así decirlo, con espíritu corporativo, como siguiendo una tradición que obligaba y distinguía. El último año del Novecientos fue realmente memorable y costó digerir después –no tuvo lugar, por desgracia, el pronosticado apagón del milenio– que las fechas empezaran por el incierto e improbable dos mil. No había otros diarios que los impresos y los quioscos de prensa no eran, como hoy, pequeños supermercados. Sólo los muy enterados preveían el famoso cambio de paradigma, que empezaba a tomar forma –aún no lo ha hecho del todo– justo en ese momento. A lo largo de este primer cuarto de siglo, muchas cosas han cambiado en la profesión y en el mismo Diario, pero lo fundamental, que no tiene que ver con el soporte, permanece igual que siempre. No menospreciamos las maravillas de la tecnología ni la clara luz de los archivos digitales, pero la fuerza de la costumbre invita a guardar las hojas de papel y lo seguiremos haciendo mientras ese formato ya residual continúe saliendo de las prensas rotativas. Aunque nunca hemos llegado a ordenarlas, conservamos miles de páginas con artículos y críticas que evocan lecturas, estímulos, fragmentos de vida. Incluso protegidas por fundas, las más antiguas ya han amarilleado y adquirido esa noble pátina que viene a hermanarlas con sus antecesoras de décadas o siglos atrás. “No es más el luengo curso de los años / que un espacioso número de daños”, escribió el aludido Rioja en una de sus silvas, la séptima, dedicada a la arrebolera o dondiego de noche. Daños hubo y hubo glorias y si Dios quiere –y la salud y la inteligencia artificial lo permiten– aquí seguiremos juntando letras.
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