La ventana
Luis Carlos Peris
Perdidos por la ruta de los belenes
Opinión
Demostrado que el lobo no puede vivir entre los hombres, está por ver que el hombre pueda subsistir entre sus iguales sin acabar devorado a dentelladas. La historia, llevada al cine, de Marcos Rodríguez Pantoja, aquel niño que convivió desde los 6 a los 17 años junto una manada de lobos en Sierra Morena sin tener contacto con el mundo civilizado, nos recuerda que todo es posible por raro que nos parezca, pero que al final la naturaleza deja su huella en todo lo que toca. Ese hombre-lobo, inadaptado luego a una sociedad que calificó como "más inhumana" que la que conoció en los montes, acabó viviendo de la caridad y desconfiando de todos y cada uno de los individuos de su misma especie.
Los últimos acontecimientos en el Sevilla y su manada accionarial demuestran que todos, absolutamente todos -sálvese el que pueda- aúllan a la luna en las noches claras y que si quedaban corderos ya hace tiempo que fueron degollados.
Como si se tratase de un cuento de los hermanos Grimm, érase una vez un pueblo en el que sus vecinos, ganaderos y campesinos avisaron de los primeros avistamientos de lobos merodeando los rebaños y cultivos, pero las autoridades tranquilizaron a todos en la plaza del Ayuntamiento negando tal existencia. Después de negarlo, prometieron que no eran tales lobos, sino cazadores dispuestos a defenderlos de los temidos ataques. Más tarde los convencieron para venderles sus armas, los únicos utensilios que tenían para defender su rebaño, y se las dieron al cazador. Por último, al contrario que en el cuento de Caperucita, el cazador resultó ser otro lobo disfrazado, que una vez dentro de la aldea, a los primeros sobre los que se abalanzó fue a los que les tendieron la mano.
Aún queda cuento para leer antes de acostarse, pues lobos -y manadas- hay para rato, aunque los vecinos cada vez tienen más claro que los corderos, si es que queda alguno, están en los rebaños.
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