Opinión
Eduardo Florido
El estancamiento retórico de García Pimienta
He viajado en tren a diario, de ida y de vuelta, entre dos capitales andaluzas, a lo largo de un año y de lunes a viernes. El “abono recurrente” y gratuito –para quien lo usa, lo es– con el que llenó los trenes el Gobierno me regaló unos cien amaneceres, desde el invierno a la primavera, sentado yo en algún vagón de un Media Distancia que, estación tras estación, iba poblándose de jóvenes y viejos, estudiantes y sanitarios, rojos y azules, de todo tipo de gente. A mitad de trayecto, en pleno valle del Guadalquivir, no quedaba una plaza libre. Algunos viajeros estudiaban y trabajaban; otros, no muchos, pero siempre demasiados, molestaban con esa ostentosa forma de telefonearse con jefes, subordinados o parientes. Entre los brazos de Morfeo y el contorsionismo, un buen porcentaje del contingente dormitaba. Salvo por el ruido del cupo de majaretas o ineducados, viajar a primera hora de la mañana en tren es un delicioso privilegio.
El trayecto de retorno, sobre las cinco, seis u ocho de la tarde era otra cosa. Con frecuencia me venía a la cabeza y me ponía en Spotify el Last train home de Pat Metheny (invito a que lo escuchen, si no lo conocen ya): el pasaje ya se mostraba cansado y algo melancólico, como esa canción de tren. Hasta enfilar la Bahía y lo imponente de las playas de Cortadura o Camposoto, por completo desiertas, los arrabales de los pueblos aspirantes a metropolitanos componían un trayecto y una geografía física que sólo se puede experimentar en tren. Renfe, empresa pública. Si no usas sus servicios “gratuitos”, uno puede sentir la tentación de convertirse en un híbrido entre calvinista de meridión –“pago tu chollo con mis impuestos”– y un sufrido viajero ocasional: del éxito del abono universal de marras se derivó la práctica imposibilidad de viajar en tren pagando tu billete. Externalidades, diría un analista.
La semana pasada, los laboristas arrasaron en las elecciones del Reino Unido. Una de las primeras medidas del nuevo Gabinete –ya antes los conservadores lo planearon– ha sido desmantelar la liberalización del negocio ferroviario. Keir Starmer no va a renovar las concesiones privadas, que, tras un inicial abaratamiento de las tarifas ha demostrado ser un quedo: el hombre de los caramelos a la puerta del colegio, que tarde o temprano pasará factura. Un desastre en puntualidad y continuas cancelaciones de quienes, a la postre, gestionaban los viajes como en un mercado financiero instantáneo, de espaldas a la gente de a pie, por el puro coste unitario que, como es natural, guía las decisiones de una empresa privada. Fue sometido, así, un servicio esencial, que, si antes era perfectible, pasó luego a ser un caos por el imperio de la cuenta de explotación. La res publica financia de otra forma sus obligaciones básicas: eso es lo que tiene. Viajar en tren es un servicio público, o sea, un derecho de trasladarse con cierta seguridad y a un precio asumible: te lo crees, o no te lo crees.
En España, la milagrosa Alta Velocidad se ve ahora revolucionado por la entrada de empresas privadas (que nunca pondrán sus ojos en los “cercanías” que necesariamente van a pérdidas). No seamos ingenuos: esta nueva competencia es un peaje comunitario. Como sucede y sucederá con otras facturas que girarán los principales contribuyentes de La UE –bendita para este país que estaba por desbravar–. Los países centrales promueven, y nada hay que objetar, a sus corporaciones industriales, a cambio de las ingentes aportaciones fondos estructurales y de cohesión que hemos disfrutado los receptores natos. (La liberalización salvaje e inaudita de las viviendas turísticas es otro ejemplo de lo que debemos aceptar como contrapartida del ocio de los emisores de turistas de bajo coste –para ellos– pero alto coste social, para nosotros.)
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