La ventana
Luis Carlos Peris
La Navidad como pata de un trípode
La condición de “joven” no se restringe a una franja fija de edad a la hora de elaborar estadísticas. Con el transcurso de las décadas, la edad entre la niñez y la consideración de adulto va extendiéndose hacia la treintena. Los motivos son sociológicos y demográficos. Sólo por ejemplo, los hijos tardan más en independizarse. Son multitud en nuestro país los padres que apoyan económicamente a sus descendientes hasta más allá de los treinta, incluso cuando estos trabajan o ya viven en una casa que no es la familiar. La migración interior hacia las pocas capitales que ostentan elefecto sedey una creciente parte del empleo refleja una paradoja: el salario de esos nuevos profesionales no les da para mantenerse de forma verdaderamente independiente, o sea, sin grandes estrecheces. Y menos, si crían.
Los nuevos españolitos que al mundo vienen son una fuente insuficiente para la tasa de natalidad, preocupantemente baja en España. Poco material para una pirámide de población engordada en sus segmentos medios, el de los adultos; y sobre todo en los altos, donde el número de jubilados con mayores expectativas de vida crece sin cesar. Una pirámide con cada vez más frágiles cimientos: el que hormigona la proporción de niños. No hablamos de esa “cola de la distribución” habitada por quienes pertenecen a una familia con buen abrigo. Hablamos de la clase que, por su esfuerzo laboral, aspira a emanciparse: capas sociodemográficas que no encajan en lo que en Estados Unidos se llama “el esperma afortunado”. Esos contribuyentes son el núcleo gordiano del futuro de las pensiones, y el de la permeabilidad social y la “meritocracia” (palabra tan abusada por los predicadores).
Como rasgo y ejemplo, las nuevas generaciones han viajado mucho más que sus padres, gracias al abaratamiento de los vuelos desde el último cuarto del XX. Un legítimocarpe diemque hace de los hijos vigentes unos doctores Livingstone de un mundo donde ya no queda nada incógnito ni salvaje. Transeúntes natos que hacen continuos planes de ocio, a quienes los olvidadizos y los severos de mayor edad atribuyen fragilidad de ánimo (Generación de cristal, cruel expresión). Y debilidad para asumir unos retos vitales que, melancólicamente, nos arrogamos los ya añosos: que no leen, que son caprichosos, que están enganchados al móvil. Esto último –la tiranía adictiva de internet– es más una condena que un vicio para las nuevas cohortes de edad. Y un prodigio tecnológico que ellos, no sólo para hacer el ganso, manejan con una eficacia y una eficiencia que los hace incomparables a losboomers.
Siendo todos nosotros gente del presente, ellos son el futuro, y sus padres un inexorable proyecto de pasado. No es igual lo que no es lo mismo. No valen los juicios presuntuosos y desmemoriados. Ni muchos menos, fuimos todos lectores, obedientes, respetuosos con los mayores, ni esforzados (otro cliché manipulador: la “cultura del esfuerzo”). Claro; esforzarse y cultivarse es una palanca básica para mejorar la existencia individual y colectiva. Pero ese no es un rasgo privativo de losboomers(los nacidos entre los cuarenta y los sesenta del XX). El más patéticoboomeres el que sólo ve sus ancestrales virtudes en sus propios hijos.
Cantaba Cliff Richards (1961): “Los jóvenes, somos los jóvenes, y no debemos temer vivir y amar, porque no seremos jóvenes para siempre, ¿por qué esperar a mañana? Quizá ese mañana no llegue”. Desde luego, su mañana no es de sus padres... y eso siempre ha sido así. Ya hace setenta años que Fellini escribió y dirigióI vitelloni(los inútiles o los holgazanes). Serían pocos, pero los habría; como los hay ahora. No son los nuevos peores que sus antecesores. En cada momento del vertiginoso curso de la historia, bien puede que sea al contrario.
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