La ventana
Luis Carlos Peris
La costumbre de convivir con la crisis
El rostro sin consuelo de Jesús Navas antes, durante y después de su partido ante el Celta fue idéntico al de mi hijo Manuel unas horas antes, cuando embarcó su pelota en un tejado junto al hogar.
Es un fenómeno sin parangón el de este jugador presto a ser memoria. Ni más ni menos que memoria. Vivir en la mente del pueblo y ser recordado como alguien ejemplar, una fuente de agua pura de la que beban los niños sevillistas, también los béticos, por qué no, tiene un valor incalculable. En este caso no es una frase hecha. ¿Cómo se pondera tamaño legado? Esta persona huidiza y tímida, que tan bien glosó en su libro el periodista y sin embargo amigo Juan Manuel Ávila, se despide sin un solo tachón en su vastísimo expediente: el grandioso José Ángel Iribar, mito entre mitos del fútbol español, jugó 614 partidos oficiales en su Athletic Club del alma, y nuestro liviano héroe de Los Palacios ha defendido la camiseta del Sevilla en 702 ocasiones, sin que haya manchado su blancura con un gesto antideportivo jamás. ¿Cuánto vale eso?
No me paro en detallar la de veces que sirvió balones que eran nuevas de gloria desde el rincón favorito de su patio de recreo. Me paro en el niño eterno que sólo quería “disfrutar” con la pelota. En cada una de sus ruedas de prensa, en Sevilla, San Petersburgo o donde fuera con la selección, salía de sus labios el verbo con la naturalidad que él conduce la pelota.
Veía a Jesús salir con sus hijos a la yerba de Nervión y veía al mismo niño que debutó en noviembre de 2003. No ejerció su carisma y liderazgo con gestos o palabras de piedra, propias del que esgrime su palmarés al grupo y no hay más que hablar, ni tampoco con un histrionismo cargante en la escena pública. Se ganó el respeto máximo por sus hechos en el campo, todos de una blancura radiante. Es muy, muy difícil lograr lo que él. Y no hablo de títulos. Él, en su sencillez, quizás no lo valore. Y menos ahora, que se le ha embarcado la pelota... para siempre.
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