Tribuna Económica
Carmen Pérez
Un bitcoin institucionalizado
LA llamada izquierda a la izquierda (la radical, la alternativa, la plural, la postcomunista: adjetive a su gusto) ha cerrado un acuerdo que llega tarde y mal. Sumar irá a las elecciones con la fotografía de Yolanda Díaz representando a 16 formaciones. Entre ellas, IU, Podemos, Más Madrid o Compromís como siglas reconocibles. El resto es una sopa de letras sin representación institucional en la mayoría de los casos y con desigual implantación territorial. El primer final del sainete -queda el segundo- es la certificación de que los acuerdos por imprescindibles que sean se pueden firmar mucho más tarde de lo necesario y en las peores condiciones. Este proceso tortuoso que deja víctimas notables y un ruido estúpido le ha arrebatado a Sumar el primer crédito del que gozan los proyectos nuevos. No nace con el aura virginal y el relato de la plataforma de extracción ciudadana. Nace como mueren muchos proyectos políticos y con el inconfundible estilo de la vieja escuela: peleándose por las plazas en las listas, como con razón vaticinó Pablo Iglesias. Nada sabemos aún de cuál será el corpus político de la plataforma a solo mes y medio para las elecciones. Se supone cuál va a ser porque en realidad todos defienden posiciones similares aunque con matices conceptuales y diferencias formales. Pero, en cambio, nos sabemos como si fuera la alineación de nuestro equipo quién va en cada puesto. Cuando brillan los colmillos, se apaga la luz.
Sumar pierde de saque el brillo optimista del nuevo amanecer político que aventaba su líder y los restos de Podemos se diluyen en una plataforma que supera su jurisdicción orgánica con ocho teóricos puestos de salida en los que no están ni Irene Montero ni Pablo Echenique. Por eso habrá un segundo episodio. Pero ya con Podemos dentro, que es la única noticia positiva para el PSOE. Una sola lista en esa izquierda es condición sine qua non para soñar con retener el poder, aunque no sea suficiente por sí misma.
El problema de la negociación de Podemos con Sumar era que el partido morado encaraba a la vez el declive de su proyecto político, su posible desaparición institucional (dos escaños le dan algunas encuestas), el final de una generación política demasiado joven para aceptar el gorigori y la defunción de un modelo de gobierno de izquierdas en España. A las izquierdas más radicales les sienta mal gobernar y les favorece la pancarta. Aunque muchos avances sociales lleven su sello suelen pagar precios elevados. Aceptar la desaparición o el paso a la irrelevancia de un partido que llegó a tener 69 diputados y cinco millones de votos a la vez que cargar con la corresponsabilidad histórica de haber dilapidado un modelo de gobierno de las izquierdas pesa mucho. Demasiados ingredientes en el mismo potaje.
Y había más: no ceder ante el veto a Irene Montero, que resulta tóxica para sus posibles aliados y cuya sola presencia en las listas desdibuja cualquier proyecto con ansias renovadoras de la izquierda; su propia debilidad electoral ya certificada el 28-M y la posibilidad de entregarse (rendirse) a Yolanda Díaz (considerada oficialmente la gran traidora) cediéndole el control de esa izquierda sabiendo que, como último clavo de la caja, en las candidaturas visibles van los rostros que fueron depurados por Pablo Iglesias. Dejar un reguero de gente malherida obliga a asumir el riesgo de que se levanten y además es significativo de una forma bronca de entender la política. Todos los muertos no pueden estar equivocados.
Podemos partía de una situación de partida pésima para negociar, una presión ambiental desmedida apelando a la responsabilidad y en el peor momento. Podemos sólo se jugaba el tamaño de su derrota. Ni ese pedir permiso de última hora a sus bases para negociar, que es lo que llevan tiempo haciendo, y a la vez tener las manos libres para dar carpetazo les salvaba de situación tan delicada. Ya lo hicieron cuando el chalé de Galapagar. El 68% de las bases apoyaron aquella compra -como si fuera necesario- y dio exactamente igual a efectos de la polémica. Podemos debió entender su situación y haber empezado negociar en serio hace seis meses.
Podemos perdió la mística. E Irene Montero, una de las personas más vituperadas de la historia de España junto a Fernando VII y su cara más visible junto a Belarra, ha sido desde sus orígenes políticos la encarnación de la inflexibilidad, el dogmatismo y la antipatía. En poco tiempo y tras su paso por el Gobierno, su imagen ha ido a peor. Deja pifias importantes como la de la fallida Ley del sólo sí es sí y su cabezonería imposible contraria a la rectificación; y se apunta buena parte de la responsabilidad de la división del feminismo y el impulso de una Ley trans aprobada a fuego pero sin que se entienda mayoritariamente que un menor pueda decidir su género a partir de los 12 años con aval judicial. Este tipo de iniciativas, plantadas antes de tiempo, construyen anatemas políticos. Riegan caudalosamente los impulsos de la ultraderecha ante iniciativas que se entienden como una deriva de la sociedad hacia causas ajenas, marginales y/o difíciles de compartir. La ultraderecha hace sinapsis con gentes que no comparten necesariamente su grado de extremismo ideológico pero sí la preocupación por los cambios sociales bruscos, adelantados a su tiempo y mal explicados. Digamos que Montero ha abonado alegremente con su proceder las campañas orquestadas y permanentes contra su figura y lo que representa. Ese no querer entender y adaptarse a ciertos engranajes de la política para seguir vivo y transformando la realidad se la va a llevar por delante.
Pero no nos engañamos: a estas alturas esto no iba ya de ideologías, estrategias o pactos, iba de supervivencia. Y de egos, esa parte oscura de la personalidad humana que arruina más haciendas que el juego. Un puesto de salida en una lista vale más que una primera edición de El capital.
No se trata de traicionar ningún principio sino de entender que la política institucional tiene unas reglas distintas que las de las barricadas, donde una puede ser Rosita la dinamitera y perder una mano si quiere. Pero cuando se maneja el BOE hay que dejar los cartuchos de dinamita fuera del despacho. Quizás sea posible tomar el cielo por asalto, pero una vez asaltado se maneja con otras herramientas. La filósofa Judith Shklar sostiene que “la democracia liberal no puede permitirse el lujo de la sinceridad pública”. Cínica, sí, pero certera la autora del Liberalismo del miedo, donde defiende esta doctrina política como el asidero para evitar el abuso del Estado.
Y ahora la ministra Montero ha estado en medio, cruzada delante de la puerta de un acuerdo. O Irene o naide. Aunque de ese hilo pendía parte del potencial futuro electoral de la izquierda. In extremis y con la boca chica se puso a su disposición de su partido para no ir en las listas. Debió irse del Gobierno Irene Montero cuando fue políticamente humillada por sus compañeros de gabinete con la reforma de su propia ley. No lo hizo. Ahora se lo van a hacer. Saber irse es tan importante como saber llegar. Mejor irte a que te quieran echar convertida en un problema.
Es de entender el enfado de Podemos con Yolanda Díaz, quien ha mordido el calcáneo de quien la aupó, por ese veto; y es de esperar la venganza. Una plataforma como Sumar entregada a la guerra interna y los ajustes de cuentas sería colocar a las puertas del Consejo de Ministros un artefacto haciendo tic-tac.
El brote de trumpismo de esta semana en Salamanca protagonizado por un grupo de ganaderos nos enfrenta a un fenómeno creciente y al resultado de la manipulación política. En un mundo conectado muchos fenómenos se repiten por emulación. La primavera árabe comenzó en Túnez contra la falta de derechos, el hambre y el atraso secular y se extendió a 20 países árabes. Del asalto al Capitolio apoyado por Donald Trump, al asalto del Ayuntamiento de Lorca en enero, también por ganaderos, y al de la Delegación de la Junta de Castilla-León en Salamanca hace unos días. Se empieza a imponer la idea en ciertos grupos de población de que las cosas se resuelven a las bravas. Es la negación de la política. ¿Cómo se gestiona esto si el origen de las protestas violentas tiene su embrión en una promesa imposible del vicepresidente castellano-leonés, Juan García-Gallardo, de Vox, o sea de la propia Administración? Éste había anunciado la rebaja de restricciones contra la tuberculosis bovina argumentando -es un decir- que era una medida arbitraria adoptada para ahogar y fagocitar a los ganaderos y no para proteger a la población de las consecuencias de comer carne enferma. Y así su consejero de Agricultura aprobó una medida en plena campaña rebajando los controles. Es todo tan primario que parece inverosímil. La medida del líder de Vox en la comunidad fue desautorizada por los técnicos, por el ministerio y la justicia, que finalmente la paralizó. También Bruselas ha advertido que esa medida contravenía la normativa europea.
La tuberculosis mató a 1,6 millones de personas en todo el mundo en 2021. Es una enfermedad que se puede transmitir de animales a humanos por contacto o por ingestión de alimentos contaminados. Ése es el tamaño de la barbaridad. La UE no sólo no prevé relajar los controles sino endurecerlos, justo lo contrario de lo que prometía Vox.
En sólo diez días el sector ha perdido cuatro millones de euros. El mercado y los consumidores, ante la duda, compran carne en otras comunidades. Vox entró en el Gobierno a cambio de darle la presidencia al PP, que se ha puesto de perfil en este caso. Sí, Vox es un peligro cuando tiene un boletín oficial en la mano.
La política española recurre siempre a dos clásicos. El primero es anunciar que si se llega al poder se derogarán leyes aprobadas por el otro partido. El segundo es no hacerlo. El PP es especialmente diestro en ese ejercicio: en manejar las expectativas y en controlar los daños. Feijóo, afilando los colmillos electorales en la piedra ideológica, ya le ha puesto nombre a las leyes que derogará si gobierna: la Ley trans (mayoritariamente apoyada aunque el rechazo en votantes de derecha es muy alto y es un texto que ciertamente contiene aspectos controvertidos), la reforma laboral (dice que con matices), la de la eutanasia (hará ajustes aún sin especificar), la de vivienda y la de la memoria democrática. Nada ha dicho de la Ley del aborto (frío cálculo electoral) y reducirá los ministerios de Igualdad y Consumo a las cenizas de una subdirección o secretaría de Estado. La desaparición de los ministerios es gasolina electoral barata: así, como por ensalmo, parece que hace desaparecer a Irene Montero y Alberto Garzón, que viajaban dentro, reduce el gasto y confina estas materias a un rango menor, donde se les da cierta consideración institucional, pero sin que molesten mucho. O sea, se admite su existencia -qué remedio- pero con un rango insignificante.
La reforma laboral no es fácil de tocar. La patronal y los sindicatos la aprobaron y está funcionando bien. Los datos, datos son. Al margen, tanto en este caso como en la de la nueva Ley de vivienda, podría suponerle a España penalizaciones millonarias de la Comisión Europea por incumplir las normas del Plan de recuperación, que exige en su reglamento que los Estados “no hayan revocado medidas relacionadas con hitos y objetivos anteriormente cumplidos satisfactoriamente”. Las cosas que tiene Bruselas.
En cualquier caso, Feijóo estará en su derecho de promover cuanta reforma crea necesaria si es presidente del Gobierno y su grupo parlamentario así lo decide, aunque otras veces que gobernó el PP no reformó lo prometido, desde el divorcio hasta la Ley antitabaco.
Lo que es metafísicamente imposible es, como dice Feijóo, que éstas sean “leyes minoritarias que se impusieron a las mayorías”. Esa afirmación nos remite a la escolástica, con la razón sometida a la fe, que establecía tres tipos de imposibilidades: física, moral y metafísica. Pues eso. Es imposible que una misma cosa sea y no sea al mismo tiempo. Algo no cuadra.
Si esas leyes se han aprobado es porque las apoyó la mayoría del Parlamento, que representa a los españoles a través de su voto. Salvo que Feijóo proponga un nuevo sistema de medición matemático-político por el cual la mayoría parlamentaria no representa al pueblo y la minoría sí. Esa afirmación, que ha pasado casi inédita, indica una errática manera de entender la democracia. Negarle a las leyes su legitimidad de origen basada en los votos y convertirlas en minoritarias aun habiendo gozado de la mayoría de los apoyos en la Cámara baja es una frivolidad impropia de quien quiere y puede ser el próximo presidente de España.
El gobierno municipal de Barcelona está en el alero. Básicamente hay dos posibilidades para una corporación de 41 ediles con una mayoría absoluta de 20. Un acuerdo de Junts (11) con ERC (5) y con el PP (4) votándose a sí mismo porque prefiere a los independentistas que a la izquierda. O un acuerdo de PSC (10) y Comunes (9) con el PP votando en contra porque tumbar al PSOE y a Colau son dos objetivos codiciados. Con 4 ediles lo que haga el PP será definitivo. Salvo que ERC se sumara a un improbable pacto de izquierdas (24). ERC ha optado por olvidarse del progresismo y tras perder 300.000 votos en las municipales va a priorizar sus acuerdos con independentistas. Le piden a Trias lealtad con Aragonès, que no utilice la alcaldía como ariete. Tras sacar a sus presos de las cárceles y pagar en Cataluña el peaje de ser “colaborador el Estado” los republicanos de Aragonès vuelven al redil: independencia, frente anti España (elevado a la enésima si gobierna el PP) y referéndum. Se acabaron las veleidades, que cuestan muchos votos.
Desde la noche del 28-M el PP está amagando con votarse a sí mismo. Llegada la hora de los pactos pesa más la táctica que la estrategia, la coyuntura que la estabilidad, lo circunstancial antes incluso que la ideología. La Alcaldía de Barcelona es una pieza clave para los principales actores implicados. Junts, que ha sido el más votado, tendría su principal pieza de poder en su territorio. El PSC, segundo a un solo concejal, obtendría igualmente su primera referencia institucional en España. Para los comunes de Colau sólo hay un posible premio de consolación tras haber regido la Alcaldía y que sería un pacto de perdedores con el PSC, quedando los comunes como segundo partido en el dibujo.
El voto a sí mismo del PP sólo tiene como objeto impedir un Gobierno PSOE-Comunes aunque perdiendo los escrúpulos de darle la alcaldía al partido de Puigdemont. Hace unas horas que el PP ha cambiado de discurso ofreciéndole al PSC un pacto si deja fuera a los Comunes. No deja de ser un trampantojo para aliviar la presión que soporta por la idea de entregar el gobierno a Trias. Saben de sobra que sus cuatro ediles sumados a los 10 del PSC difícilmente se impondrán porque ERC sumará sus cinco a los 11 de Trias antes de dejar Barcelona en manos de los dos grandes partidos españoles.
En todo caso, si el PP permite finalmente que gobierne Trias no habrá ni demonización de los pactos con quienes quisieron romper España, ni amenazarán con que el cielo va a desplomarse sobre nuestras cabezas, ni existirán las líneas rojas frente a los independentistas. Pero en sustancia es eso: el PP le entregaría a Alcaldía al partido que controla Puigdemont desde Bruselas. Pero mientras que eso ocurre va cebando el juego de las confusiones para, al final del proceso, sacar un argumento de madera y decir que la culpa fue del PSC. Ese juego fútil y pesadísimo de la política plastificada.
De Génova a Ferraz yo voy por toda la orilla
En Génova elaboraban ya esta semana las listas de ministrables. En Ferraz andaban persiguiendo hasta el último voto, trabajando la campaña del voto por correo y poniendo velas en el altar de Sumar. Cara y cruz del resultado del 28-M. Ninguno quiere dar nada por ganado o perdido. Los populares ocultan las encuestas más gloriosas para no desincentivar a sus votantes. Los socialistas sostienen que aún se puede. Ya se verá. Nadie descarta que ningún bloque obtenga la mayoría absoluta y nos abonemos a un nuevo ciclo de repeticiones electorales, que podría beneficiar a la opción más sólida emanada de las urnas, que hoy sería el PP. Otra forma de intuir el éxito o el fracaso por venir se mide en el número de nombres de ministrables que circulan. El PP maneja nombres –incluidas muchas viejas glorias: desde Cayetana Álvarez de Toledo para el Congreso a Fátima Báñez, Íñigo de la Serna o Román Escolano para el Gobierno– como para llenar tres consejos de ministros.
Sánchez, más difícil todavía
Tal y como van las cosas, si Pedro Sánchez hace sonar la bocina en el último segundo lo que le queda por delante es demasiado complicado como para considerarlo viable. Y eso dando por hecho lo improbable de que esa bocina suene. De entrada, necesita un frente compacto de la izquierda más radical, que ya tiene mérito desear tanto. Sumar si es algo será una amalgama de pequeños partidos –la mayoría de ellos ignotos– sin representación ni implantación ni trayectoria. Cada uno con sus micromatices innegociables o sus causas irrenunciables. Un acuerdo posterior en el Parlamento con ERC está cuesta arriba. Los de Aragonès han puesto todas las fichas en su futuro en Cataluña y ése no pasa por Madrid. Y otro pacto con Bildu sería multiplicar por tres lo que hemos vivido esta legislatura. El PP, o Vox o nada. Lo demás son pequeños restos de UPN y de fuerzas regionales. Veremos si no nos comemos los turrones votando de nuevo.
PSOE, empiezan las turbulencias
Los primeros líos en el PSOE ya han comenzado. La elaboración de listas nunca es un proceso sencillo, sobre todo cuando hay menos puestos que repartir. Los cambios y sustituciones que ha hecho la dirección federal en algunas listas enviadas desde las direcciones regionales han provocado el primer trompetazo bélico contra la dirección actual y especialmente contra Sánchez. Especialmente desde Castilla-La Mancha y Aragón, donde Page y Lambán nunca han ocultado ni sus discrepancias políticas con el modelo de Sánchez ni su falta de empatía con el presidente. Hay polémicas en más agrupaciones, pero es sólo el principio de lo que ocurrirá si el PSOE pierde el poder. Las elecciones anticipadas sólo han retrasado la crisis larvada. Decía el gran Mario Mundstock, de Les Luthier: “El que es capaz de sonreír cuando todo le está saliendo mal es porque ya tiene pensado a quién echarle la culpa”. En ese punto estamos. En el quién tuvo la culpa.
También te puede interesar