La ventana
Luis Carlos Peris
Perdidos por la ruta de los belenes
El Papa tiene seguramente alguna que otra jamuga en Roma, pero no tiene un asiento de aspas, recamado de plata y carey, como el que tiene la Virgen de los Reyes. Iba el Papa de Roma en una silla gestatoria, llevada a hombros bajo palio por los sediarii, que en Sevilla son archicofrades de El Silencio. La imagen fernandina sigue procesionando, sentada sobre sus servidores de costal y faja, mientras sostienen su palio cuatro mazos de nardos. Al Papa le ponían flabelos para aliviar los rigores del ferragosto. Nuestra Madre de los Reyes, que bien sabe de abanicos, los deja en manos de sus sevillanas, que dan a la Novena agosteña el musitado cha-ca-chán de los ventalles sobre el pecho.
En el Vaticano, los Papas le copiaron a la Señora una inmemorial costumbre: guardarse en el pecho las mejores gracias repartidas, callándolas a veces hasta la tumba. Convirtiéndolas en brillantes, corales, oro, plata y esmeraldas, los más diestros vestidores, y ahora las Hermanas de la Cruz, fijaron siempre las alhajas del Tesoro, exvotos fervorosos, en esos pecherines restaurados por Luis e Isabel, El Oribe de Jerez. Ellos han sido los que me han regalado la idea fundamental: la Virgen de los Reyes deja descansar las mercedes y las dádivas “in péctore”, como los Papas nombraban a sus cardenales en los casos más complicados, o más queridos, para que nada ni nadie que quisiera combatirles por esos privilegios tuviera noticia cierta de la concesión.
Si Sevilla llevara pecherín, como Ella, luciría una cantidad ingente de piedras preciosas, una por cada pequeño prodigio secreto obrado al pie de su altar en la Real Capilla, o en sus cultos y besamanos. Pero la Mariana Ciudad, que hace un siglo pasea bajo la tumbilla de Talavera Heredia tan Venerado Icono, se guarda “in péctore” lo que la Virgen concede. Y por eso, tantos latidos al mismo tiempo, se convierten en repique de campanas cuando sale. Porque su nombre, de los Reyes, suena a corazón rendido a los pies de la Patrona.
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