Visto y Oído
SoniaSonia
La madre abre un viejo baúl con ese cariño de la herencia recibida de la abuela, años atrás, y desdobla con cariño e ilusión una bella mantilla familiar. Ya es la hora de que la luzca su hija, que acaba de cumplir sus dieciocho años, la edad de lucir ese tesoro testamentario familiar, ese testigo que va de madres a hijas, dentro de esa usanza, de esas normas no escritas que hasta la mayoría de edad no debe vestirla el Jueves y Viernes Santo.
En ese momento la madre le hace entrega de todo un testimonio de amor y de tradición: el vestirse de mantilla en Semana Santa es una manifestación de un sentimiento ante la desaparición de un ser amado, que ha dado el mensaje de amor más maravilloso de toda la historia de la humanidad.
Por eso, la mujer que la viste ha de conservar la compostura mientras la lleva -le dice la madre a su hija-. El traje no debe ser muy corto, el descote discreto, las mangas largas o francesas porque la belleza está en ti. Igualmente, "no olvides que vas en señal de duelo por la muerte de nuestro Señor y además tiene como objetivo visitar los monumentos eucarísticos y acudir a los oficios. Debes ir austera, como lo exige la ocasión, nada de flores, ni abalorios superfluos, y tu acompañante debe vestir con un traje oscuro con corbata negra".
Bendita herencia de esa madre que no sólo pasa la legítima material a su hija, sino que además le traspasa un legado cultural con toda una serie de valores y de tradiciones haciéndole comprender que el vestirse de mantilla en Semana Santa va mucho más allá de un mero acto o acontecimiento costumbrista, sin menos precio alguno.
Sobre este legado, no hay nada escrito. Ha sido la costumbre y la tradición de generaciones lo que ha fijado sus reglas. Todas ellas forman parte de ese viejo baúl, de ese protocolo popular aceptado y respetado, cuyo conocimiento parece de obligado cumplimiento, lo que marca la diferencia entre el saber ser y el saber estar.
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