La ventana
Luis Carlos Peris
La Navidad como pata de un trípode
Los hallazgos de expresiones con tirón suelen ser reclamados como propiedad intelectual –sin papeles– por quienes dejan de lado que, en tiempos de información masiva a tiro de clic, es más que probable que muchas otras personas hayan tenido la misma ocurrencia. Fuera Pepa o Pepe, hace unos años alguien acuñó “marido a domicilio” para denominar a un tipo de persona polivalente: bricolaje, electricidad, brocha gorda y lo que haga falta; que acude a tu casa y “resuelve problemas” (como el señor Lobo de Pulp Fiction, pero sin sangre). A cambio de un precio razonable y sin IVA. Un apañado, un manitas. La expresión “marido a domicilio” es condenable a la pira, por machista. Pero quién dijo miedo. Puestos a meternos en huertos, la locución tenía su puntito picarón: un marido de ocasión, que resuelve con una visita lo que el titular no satisface, ejem. Pero, la verdad, “esposa a domicilio” se antoja más inaceptable. A nadie se le ocurriría llamar así a una limpiadora por horas, otra categoría laboral por lo general en la sombra, cuya asistencia se ha convertido en una necesidad para muchas familias, incluidas las unipersonales (aceptemos cocodrilo/a single como animal familiar).
Pues un marido a domicilio me dijo hace unos días: “Ahora te dicen ‘buenos días, son cien euros’; pero yo no soy de esos: no encontrará usted nada mejor por servicios como los que yo ofrezco”. Y es que el perfil profesional en cuestión es uno de éxito, porque atiende necesidades que te costarían un riñón si llamaras a diversos especialistas para abrir una regola, sanear un tabique o atornillar una estantería, desatascar o cambiar un retrete, acallar una nevera ruidosa o colocar un ventilador de techo. Casi todos los españoles tenemos alma aspirante de médico, policía o seleccionador nacional. Pero en lo hogareño, la mayoría, de uno u otro sexo, somos Pepe Gotera y Otilio, incapaces de cambiar un rodapié sin que en ese empeño suframos las de Caín, y con chapuceros resultados. Que encima, perdamos un precioso tiempo que el marido a domicilio te permuta por unos euros pactados, y te deje aquello “niquelado” (eso, si es que es un buen marido, o sea y al caso, un maromo con arte y pericia; y encima prescindible).
En estas “relaciones de intercambio”, una oferta conveniente para una demanda que no se autoabastece tiende al encarecerse. Muriendo de éxito ese mercado menor, el marido a domicilio engordará sus minutas por mor de su valía, y en el mejor de los casos acabará por convertirse en “contratista”, saliendo en cierta medida de la economía sumergida. A falta de confirmación del INE, el ángel multiusos ya no se mueve por menos de lo que usted gana en las horas que el mago del espiche y la perlita echa en la casa de usted. Granujas aparte –flores de un día–, lo escaso acaba por ser costoso: no hay duros a cuatro pesetas. Como buen sector emergente, que alguien venga al dulce hogar a resolver ha subido de tarifa. El síntoma palmario de esta inflación de andar por casa es que la formalidad del apañator vaya brillando por su ausencia.
En Portugal, ese país serio y que no grita, quien paga por un gasto doméstico puede deducir la factura en la declaración de la renta: una manera de intentar encauzar la economía invisible, con algún incentivo para el paganini. Pero, por ser francos, no debemos olvidar que cierta economía sumergida con afán de supervivencia y vocación de estar en paz fiscal puede ser la antesala de una ocupación contributiva. De hecho, lo es muchas veces. Ah, pero aquí en España puede resultar titánico emprender una singladura profesional por cuenta propia limpito de cuotas fiscales y laborales. Y, no lo olvidemos, el pagador final –el de tropa– siempre se traga el IVA. “Es por ello que”, decían los Martes y Trece.
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