Salud sin fronteras
La IA y la humanización
Me la trajo la inocencia del que empieza a descubrir que su mano alcanza. Aquel mueble de siempre que guarda nuestra infancia con recuerdos tangibles quedó desnudo por el trasteo de la curiosidad limpia de estrenada primavera.
Como aquel que entrega su primer caramelo de nazareno, pasó de su mano a la mía la foto azul. Y en ella me vi niña de nuevo, y a mis hermanos de capirote azul, azul baratillero, añoranza azul.
Sin transición entre realidad y sueño sentí eterna la infancia, la casa de mis abuelos con balcón al río, su azucarado olor a pestiños y torrijas, la ternura de aquellas manos hábiles que ceñían los cíngulos blancos. Me envolvió el calor del beso dulce de la sabiduría y el atravesar la calle transformada con ruido de sillas desplegadas y jaleo de ordenada bulla.
Jugué con el terciopelo rojo de los palcos de la plaza que rozábamos con mimo y me abrazó el gusto a incienso y enea. Volví a sentir la bola de plata en mi bolsillo y esperé nostálgica el atardecer para cubrirla de cera. Deseé la estampita primera y susurré la oración conjunta en la capilla mínima junto al dolor de madre ante la muerte del hijo sostenido.
La foto azul no era solo el recuerdo que enmarca un tiempo que sucumbe ante la imagen idealizada. Aquel retrato tenía voz, fuerza y magia, motores que impulsan los valores aprendidos de los nuestros. Voz que grita lo que de verdad importa: la continuidad de la tradición y la fe. Fuerza que nos empuja a los padres a crear en nuestros hijos vínculos de amor más allá de lo terrenal y lo visible, a confiar en la Palabra, y a saber agradecer el ejemplo de la sangre. Y magia para no dejar que el tiempo corra lejos de ellos, permitiéndonos encontrar año tras año el brillo de la luz y la belleza alojada en lo íntimo.
En la foto azul estabas Tú, perfil de Madre perfecta, en la hipnotizada noche por el Arenal de vuelta.
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