Elogio de lo ordinario

El pasado diciembre leí en este periódico una entrevista de Juan Parejo al filósofo Ricardo Piñero. Por el titular, pensé que tratarían de cofradías: “Tenemos que dar la batalla por la normalidad”. Pero abordaron otras cuestiones. Esa confusión, sin embargo, reafirmaba mi convicción sobre la necesidad de recuperar la normalidad como territorio natural de las cofradías (para, entre otras cosas, poder volver a admirarnos de lo extraordinario cuando realmente lo sea). Es valorar el día a día en la hermandad y dejarse asombrar por lo sencillo, como rezar a solas en la cercanía de nuestro titular o un rato de tertulia limpiando plata. Las hermandades han escrito su historia con grandes hitos, pero salpicados a lo largo de un tiempo que transcurre a base de días normales, no a golpe de actos extraordinarios.

Si no nos educamos primero en el valor de lo ordinario, no podremos enseñárselo a quienes vienen detrás, influidos por una vida tipo plataforma digital, donde elijo cuándo y cómo quiero experimentar lo que desee. Ni podremos quejarnos de que quieran algo extraordinario cada vez, y protesten porque la banda no toque delante de ellos, el paso no se meza como esperaban, o el cortejo no vaya más rápido. Y que así desvíen, cada vez más, la atención de lo verdaderamente importante y que da sentido a todo, hacia lo que debiera ser accesorio.

Lo realmente extraordinario es que haya Semana Santa y que salga la cofradía. Entonces somos testigos de cómo nace de nuevo cada vez con su discurrir, fruto de la fe y devoción de muchos, del legado de los mayores, y del trabajo, generosidad y desvelos cotidianos de tantos hermanos anónimos. Extraordinaria es una vida de hermandad serenamente plena, presidida por las imágenes titulares y la atención a los hermanos. En un momento de la entrevista, el profesor Piñero afirmaba: “La vida humana está hecha de cosas diminutas que tienen un tiempo y un espacio en el que son fecundas”. Pues va a ser que sí trataron sobre cofradías.