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Covid-19: La crisis económica que surgió de un virus
Todas las crisis han tenido su origen en causas estrictamente económicas, pero la del Covid-19 se debe al confinamiento para frenar la pandemia. Errores gubernamentales, estímulos monetarios, inestabilidad derivada de los movimientos de capital o vulnerabilidad de las instituciones financieras han estado en el origen de las crisis posteriores a la de los años 70, pero si algún elemento ha existido común a todas ellas, ha sido el endeudamiento excesivo.
Las conocidas en los 80 como “crisis de primera generación” fueron el resultado de políticas erráticas de gobiernos que fomentaron endeudamientos que resultaron insostenibles cuando las condiciones monetarias se hicieron más restrictivas. La crisis japonesa de finales de aquella década es quizá el caso más emblemático y también la última de esas características.
Las conocidas como “crisis de segunda generación” no fueron el resultado de políticas económicas irresponsables o monedas insuficientemente respaldadas, sino que surgieron del efecto desestabilizador de los movimientos de capital. Cuando los capitales comenzaron a moverse con libertad, cualquier indicio de debilidad monetaria, incluso sin fundamento suficiente, provocaba reacciones masivas e incontrolables de consecuencias devastadoras. La crisis del Sistema Monetario Europeo (1991-1992) fue el caso más cercano, pero hubo otros más emblemáticos, como la “crisis del tequila” (México, 1994) y, sobre todo, la del sudeste asiático (Tailandia, 1997), que al parecer terminó alimentando a las del rublo ruso y el real brasileño en 1998.
La capacidad de traspasar fronteras y contagiar a otros países ajenos a la causa original del problema fue la característica más llamativa de esta generación de crisis, aunque ya se había detectado la presencia de otro elemento que caracterizaría la siguiente oleada. Se conocieron como “crisis gemelas” por el protagonismo compartido entre gobiernos y entidades financieras en la propagación de los efectos de las tensiones monetarias sobre el conjunto de sus economías. La crisis argentina de 2001 fue especialmente dramática, aunque en aquel caso concreto su repercusión internacional fue reducida y limitada prácticamente a Uruguay.
Las burbujas especulativas (financiera e inmobiliaria) que dan lugar a la gran recesión de 2008 son ampliamente conocidas, por recientes, así como su impacto en las finanzas públicas y en el surgimiento de la denominada “crisis de deuda soberana”.
La historia está llena de casos de estados en quiebra, pero esta crisis fue especial. Su origen estuvo en la decisión de algunos gobiernos de endeudarse para financiar sus sistemas de bienestar, es decir, sus gastos corrientes, de manera que, cuando los mercados comenzaron a desconfiar de su capacidad para hacer frente a sus compromisos de pago, se produjo el estallido y el colapso de un modelo de bienestar en cuyo auxilio hubo de acudir el BCE de Mario Draghi.
Las consecuencias económicas de la crisis del Covid-19 están relacionadas con el modelo de respuesta sanitaria a la pandemia. Los modelos de curva plana de contagio optaron por reducir al máximo la propagación y el riesgo de colapso de los hospitales con medidas de aislamiento. Se confiaba en la aparición temprana de una vacuna y otras soluciones sanitarias, pero se era perfectamente consciente de sus elevados costes económicos y sociales. El modelo opuesto consideraba la posibilidad de alcanzar la inmunidad de grupo por contagio y reducir el impacto sobre la economía, aunque a la postre ambos se hayan visto obligados a lidiar con similares inconvenientes. Los segundos admitiendo una repercusión sanitaria bastante mayor de lo esperado, mientras que los primeros se han visto obligados a aceptar una desescalada con falsa apariencia de controlada, ante la magnitud imprevista de la crisis económica y de sus consecuencias sobre el empleo.
Nuevamente el BCE ha tenido que salir al rescate de las economías más afectadas, especialmente la italiana y española, con el consentimiento, en este caso, de una Unión Europea que continúa exhibiendo su habitual incapacidad para encontrar respuestas conjuntas a sus problemas internos localizados.
En ambos casos, además, se repite la inquietante constante del endeudamiento excesivo presente, de una u otra forma, en las crisis más graves de la historia reciente. Una situación difícil, pero no tan caótica como habría sido sin una respuesta europea para superarla, no a través de una estrategia común, como tampoco la hubo para afrontar la crisis sanitaria, pero sí, al menos, con un importante paquete de ayudas financieras.
La “deglobalización” por la que parece existir un interés creciente entre los analistas económicos, surge de la intención manifiestamente compartida de modificar algunos hábitos de consumo y producción. El descomunal impacto de la ruptura de las cadenas de aprovisionamiento invita a revisar el equilibrio entre eficiencia y seguridad dominante durante las últimas tres décadas de globalización, en las que el principal motor del crecimiento mundial del PIB ha sido el comercio internacional. Un modelo eficiente, sin lugar a dudas, pero al que las últimas crisis también presentan tan frágil que no se descartan cambios en la dirección de impulsos a los intercambios regionales en detrimento de los globales.
Sustituir al proveedor más eficiente (barato), por el más seguro perjudicaría a la productividad y, con ello, la competitividad frente a quienes insistan en mantenerlo. Un dilema de difícil resolución por sus consecuencias económicas y sociales, pero ante el que caben diferentes formas de reacción. La cooperación multilateral sería, con el probable reforzamiento de instituciones actuales, algunas de ellas con problemas reputacionales, una vía de solución preferible a otras de corte populista, como el nuevo proteccionismo que promovían algunos gobiernos con anterioridad al coronavirus.
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