Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
Inventarios de diciembre (4). Desigualdad
La publicidad es una disciplina del marketing cuyo objetivo es informar y persuadir al consumidor de las bondades de un producto o servicio. Sus formas son visuales, escritas o auditivas, o las combinaciones de esas tres formas de comunicación. E incluso de otras más sutiles, pero no menos poderosas, como las olfativas: recuerdo cómo, en una tienda de una calle peatonal de mi ciudad, cada vez que se abrían automáticamente sus puertas al paso de los viandantes –o sea, continuamente–, el establecimiento expelía el aroma de una fragancia que estaba entre las de Eau de Rochas y el Aromatics Elixir de Clinique (las he regalado). El embrujo del olor es algo animal, y quizá sea el olfato el más evocador de los sentidos. Dicen las malas lenguas que en las freidoras de patatas de la gran reina global de las hamburgueserías se vertían unas gotas de una pócima que expelía olor a carne “de verdad”. Era esta publicidad subliminal un arma de doble filo: trabajar encima de un bar señero en boquerones en adobo puede llevarte a un sentimiento cercano al asco, si no al odio. La saturación es lo que tiene. La demasía es contraria a lo eficaz.
Si hay un negocio emergente, ese es el de la seguridad del hogar. La publicidad de alarmas domésticas es un fijo en la radio desde hace década y media. La alimenta la continua alusión a la okupación y al asalto de los cacos en las noticias, que son un incentivo de gran potencia: el miedo ha ganado terreno al sexo, a la emulación social o a la gula en los anuncios. La evolución de los mensajes explícitos o implícitos de esos spots ha transitado de la pura apelación al temor por la seguridad en la domus –músicas de thriller, susurros acongojados– a la competencia en precio entre todo tipo de oferentes de alarmas y sistemas, pasando antes por discursos supuestamente tranquilizadores, con voces serenas y técnicas que, en el fondo, te contaban, poniéndote el corazón en un puño, que no hay nada que temer... si instalas su producto y su servicio. Todo perfectamente lícito, dentro de un orden que la autoridad de Consumo debe vigilar. Por mi parte, no mucho que objetar a la publicidad, menos que a la propaganda (que es la publicidad política). En el discernimiento del consumidor privado debe radicar la defensa ante el abuso y la engañifa, y no tanto –que también– en la prohibición pública, a veces guiada por un argumento electoral. El civismo y el criterio personal deben imponerse a la manipulación privada y pública. Gran reto de las sociedades, este.
En estos días, el avance tecnológico de la seguridad privada cursa con mensajes arteros, como “no dejes nunca la llave de tu casa a nadie, lo puedes evitar adquiriendo una llave y una cerradura dinámicas, cuyas claves puedes variar a tu antojo desde tu móvil”. Dejar las llaves a gente de confianza es un privilegio civilizadísimo que parece ser otro objeto de la apelación al miedo. Otras dos cosas. Primera, hoy vende alarmas y sistemas anejos a ella todo aquel que quiera y pueda, desde las empresas de seguridad de siempre hasta la empresa de comercio electrónico y la operadora de telefonía. Hay negocio, ya se ve. Segunda, y en comparación a otros países de la UE, en España la okupación es un fenómeno que mengua. E igualmente sucede con los asaltos a los domicilios. Pero son asuntos con palanca, y más si hay programas basura que utilizan con denuedo delitos puntuales en los que están implicados famosos. Dicho todo ello: si a quien ocupa una casa sin título de propiedad o contrato de alquiler se lo expulsa a instancias del legítimo propietario y se lo imputa de forma ejecutiva, ¿no hacemos justicia social, si observamos a quienes, legalmente, sufren las de Caín para tener un domicilio? ¿O la fraternidad funciona sólo con las propiedades de otros?
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