Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
Inventarios de diciembre (4). Desigualdad
Con perspectiva temporal, es curioso ver cómo temas que fueron paradigmáticos de pronto cayeron en la invisibilidad. Por ejemplo, aquellas máximas del tipo “la satisfacción del cliente es nuestro primer objetivo” o “el cliente es el rey” han pasado del relumbrón a esfumarse. El consumidor de masas es ya una commodity, un actor imprescindible, pero cuya satisfacción no es el santo grial: basta con captarlo, darle un cierto nivel de servicio y retenerlo. Las operadoras energéticas, digitales y de telefonía tienen millones de clientes, a cuya disposición están obligadas a proveer una atención relativamente inmediata, que transita a la robotización. El cliente se erige en un colaborador que asume funciones que eran antes del proveedor. O se ve atribulado ante un contratiempo, a pesar de la domiciliación en cuenta de lo que contrató. Poder hacer gestiones en pantuflas y a tiro de aplicación móvil o web es un gran avance, pero en ese trayecto vertiginoso hay perdedores.
No se habla ya de low cost, concepto centralísimo durante años. Tampoco de otro tema que fue recurrente antes del estado pandémico (2019-2023) que marcó un nuevo estado de cosas: la progresiva reducción de la clase media, una franja socioeconómica que simbolizaba el progreso y permeabilidad social, la junta de dilatación y la válvula de seguridad entre ricos y pobres. La “democratización” de ciertas prestaciones ha ido de la mano de la lowcostización –perdonen el palabro– de unas clases medias que, más que con promesa de prosperidad, sobreviven. Claro: la subsistencia contemporánea cursa con carros de 200 euros en el supermercado, mobiliario de diseño nórdico, dos coches por familia, sobrepeso, chinchetas en el mapamundi, bodas y comuniones de postín y a crédito. El progreso metamorfosea sus pautas con un turbo a revientacalderas. La innovación digital convierte en obsoleto de la noche a la mañana cualquier estadio tecnológico y, por ende, a los esquemas de la relación comercial.
Hay algo de paradójico en este esquema de cambio perpetuo. Si bien las inversiones en tecnología que acometen las empresas son costosas porque su actualización es un yugo inclemente, ese esfuerzo suele ser rentable. Del otro lado, el cliente masivo es un actor cada vez más secundario. El antes rey es un rey destronado, si es que reinó más allá de las proclamas. En buena lógica, la productividad y la competencia deberían propiciar mejores precios finales, y una mejora de las condiciones. Pero en demasiadas ocasiones, ni una cosa ni la otra hace patente. La competencia no es más perfecta: en servicios hoy esenciales se muestra rígida.
El órgano regulador español llamado Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) no logra cobrar ni una quinta parte de las sanciones que por infracciones contra la libertad de los mercados impone a empresas grandes: energéticas, banca, todopoderosas tech radicadas en Estados Unidos. Saben defenderse en los juzgados, y van sobradas de músculo financiero para el litigio. La función reguladora del Estado es más débil cuanto mayor y más concentrado es el poder corporativo.
Cabe congratularse de que allá por los 50 del XX a unos adelantados se les ocurriera plantar la semilla de la Unión Europea, un benéfico paraguas normativo para nuestro país: es Europa un garante de un nivel de derechos del consumidor del que nos no hubiéramos dotado domésticamente. Pero “cosas veredes, amigo Sancho”: el populismo nacionalista o anticapitalista considera a la UE un nocivo mamotreto burocrático, o alternativamente, la “Europa de los mercaderes” (otra expresión amortizada). Nada es para siempre, la velocidad de los cambios es frenética: el tiempo no es lo que era; y en esas estamos para bien y para mal.
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