La ventana
Luis Carlos Peris
La Navidad como pata de un trípode
La Rotonda
El asalto al Capitolio, sede soberana de la supuesta mayor democracia del orbe, ha erizado la piel de Occidente y hecho sonreír a los mandatarios de regímenes curtidos con hoz y martillo, aunque éstos asienten hoy su poder en un mercantilismo más o menos similar bajo patrocinio de un Estado totalitario. Donald Trump, erigido en paradigma del capitalismo populista y respaldado por más de 74 millones de votos, siete menos que el demócrata Joe Biden, ha escrito una de las páginas más oscuras de la historia de Estados Unidos. Es dramático, pero no accidental. Y no lo es porque su esperpéntico mandato auspició desde el principio cualquier posible deriva traumática para Norteamérica, en particular, y para el mundo, en general, con peores consecuencias de las que pueda tener su intentona para revertir la sentencia de las urnas.
Pero, aunque el nefasto político Trump sea arrojado al vertedero de la historia, el populismo, en su caso como referente de una ultraderecha aberrante, tiene numerosos emuladores y seguidores, bien alineados con sus tesis o en formaciones de extrema izquierda popular, igualmente impostoras, que han aprovechado para desatar un bacanal de mutuas imputaciones. El populismo, de uno y otro signo, es el cianuro de la democracia -los nacionalistas radicales portan el mismo aderezo- y, aunque tiene mucho de pulsión personal, no surgen por una fatal casualidad, como dicen que surgió la pandemia que nos enferma y disminuye. Sus estandartes, líderes locuaces, dogmáticos y oportunistas, de ideología dilatada, son producto de la conjunción sostenida de gestiones virulentas como el abuso de poder, la incompetencia, la corrupción, el adocenamiento y el declive moral.
¿Por qué, si no, irrumpieron con éxito electoral los extremismos en la vieja Europa? ¿Por qué, si no, campan en nuestra deteriorada escena política partidos como Podemos o Vox? ¿Por qué, si no, el PSOE -¡quién lo diría!-- gobierna coaligado con un grupo de cresta comunista y se apoya en formaciones separatistas que persiguen destruir la España constitucional? ¿Por qué, si no, un político advenedizo como Pedro Sánchez, que promete una cosa y la contraria, se pone al socialismo por montera y alcanza la presidencia del Gobierno mediante una moción de censura presentada a matacaballo en la que ni siquiera esboza un programa alternativo? La explicación es tan clara y contundente como lamentables la coyuntura que lo propició y el discurrir de los acontecimientos.
Lo sucedido en Estados Unidos, lejos de posibilitar una reacción firme y uniforme contra el adefesio presidente norteamericano y una posdata contra toda actitud autócrata, ha provocado un deplorable vendaval de acusaciones cruzadas entre nuestra clase política, que no pierde ocasión para testimoniar su mordaz partidismo. Pablo iglesias y Santiago Abascal han protagonizado el combate de fondo en Twitter, convertido en ring de agresiones; uno, porque en 2016 apoyó con alevosía antidemocrática el acoso al Congreso de los Diputados y, el otro, porque ha mostrado ciertas afinidades con el supurante discurso de Trump. Cosa cierta en ambos casos, demostrativa de que, además de la vacuna anti Covid, urge algún otro fármaco contra el sectarismo y la insidia.
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