La ventana
Luis Carlos Peris
El bisiesto se va, pero el panorama...
Balcón de Sol
Querido y admirado maestro, seguro que esta tarde disfrutando de los hermosos atardeceres lisboetas habrá estado pendiente de lo que pasaba en el coso del Baratillo. Los aficionados presentes en la plaza también nos hemos acordado constantemente de usted.
Como usted sabe, a los aficionados no nos acaban de gustar estas corridas mixtas ahora tan habituales, pero la despedida de Pablo en Sevilla, desde luego, lo merecía. Estuvo bien toda la tarde. Con una sensacional cuadra y unos toros que ayudaron, ya sabe cómo son hoy en día los toros de rejoneo. Desplegó todo su extenso repertorio y sólo el fallo con el rejón de muerte le privó de abrir, una vez más, la Puerta del Príncipe, que hubiese sido, sin lugar a dudas, un merecidísimo colofón a su carrera. La Plaza puesta en pie despidió a todo un caballero rejoneador, posiblemente el más importante de los últimos tiempos, en la hora de un merecido retiro.
La corrida de Matilla –todos los aficionados recordamos su faena a un toro de esta casa en un San Miguel de hace dos años– resultó bravucona en el caballo y con un fondo de nobleza, si bien adoleció de falta de raza, rajándose pronto en la muleta. El mejor, un toro muy justo de fuerza pero de gran clase, resultó ser el segundo, primero de lidia ordinaria, al que Juan Ortega toreó como sólo pueden hacer los elegidos.
Terremoto se llamaba ese toro, y su nombre hacía justicia al seísmo que provocó Juan desde que se abrió de capa. Sin probaturas, lo citó Juan a la verónica para, en el tercio, darle una serie de tres o cuatro verónicas con las muñecas rotas, rematadas con una media de una lentitud eterna. La plaza al unísono rugió, los aficionados nos miramos extasiados. Yo me acordé de usted, de Romero o del Gitano de Jerez, los únicos que, quizás, han podido o pueden en su caso torear así en los últimos tiempos. El toreo de capa, más si se hace despacio, como usted sabe, es el toreo más bello y a la vez el más difícil de las suertes del toreo. Sólo lo pueden hacer los elegidos y es indudable que Juan es uno de ellos. Pero la cosa no quedó ahí. Puso en suerte al toro en el caballo con unas despaciosas, todo en Juan se hace despacio, chicuelinas llenas de temple y elegancia y, después, con la muleta, en el tiempo que duró el toro, poco, nos deleitó con una eterna serie por la derecha llena de cadencia y armonía, enroscándose el toro en su cintura, rematada con un sensacional pase de pecho, echándose el toro atrás. No pudo haber más, pues el toro se rajó y Juan optó por abreviar, matándolo de una media lagartijera que fue suficiente para que el toro doblara.
La faena no pudo ser redonda, el toro no lo permitía, pero fue de una belleza inaudita. Merecedora, sin duda, de una oreja y de una eterna, igual que su toreo, vuelta al ruedo. El premio, sin embargo, se limitó a una cerrada ovación. Así está su plaza, capaz de dar orejas y Puertas del Príncipe por faenas del montón y ser incapaz de apreciar la belleza única del toreo eterno. Qué lejos quedan ya aquellos tiempos, maestro, en que un quite de Romero le obligaba a dar la vuelta al ruedo por el callejón mientras se lidiaba el siguiente toro.
Poco pudo hacer otro de los toreros, Pablo Aguado, que me consta, le gusta. Con el peor lote sólo pudo demostrar su raza salvo en un quite, de unas graciosas y sutiles chicuelinas, al toro de Ortega rematado con una preciosa media. Como a todos los artistas, usted lo sabe bien, hay que esperarlos a que llegue su tarde y la de Pablo también llegará.
En fin, no le quiero entretener más maestro, sólo desearle una pronta recuperación y que cuanto antes regrese a su casa de La Puebla, junto a nuestro Río Grande, a preparar la próxima temporada. La afición le echa de menos. La fiesta le necesita.
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