Del carbonero?al cardenal

04 de diciembre 2024 - 03:09

Ahora se denomina piedad popular a lo que en otros tiempos se llamó religiosidad popular y catolicismo popular. Es curiosa la evolución que este asunto ha tenido a partir del Concilio Vaticano II. Las hermandades y cofradías, con su afición por lo barroco, las liturgias solemnes y las tradiciones folklóricas, entraron una dinámica de latente confrontación con los sectores que presentaban aquel Concilio como una ruptura con el pasado. Se estableció una dialéctica errónea, que tendía a considerar progresista y de futuro la tendencia hacia lo sencillo o incluso lo vulgar. Mientras que se valoraba como tridentino, caduco y condenado a perderse ese boato, que algunos tachaban como contrario al espíritu evangélico.

En resumen, las hermandades y cofradías fueron vistas como asociaciones ancladas en el pasado, con poca formación religiosa y con elementos espurios que se debían evitar, en aras de una religiosidad más perfecta.

Ha pasado medio siglo desde que los obispos del Sur publicaron, en la Navidad de 1975, un documento titulado El catolicismo popular en el Sur de España. Una década después, en 1985, ya con Juan Pablo II como Papa, que incluso había visitado Sevilla en 1982, se publicó una carta pastoral de los obispos de las provincias eclesiásticas de Granada y Sevilla (sic) titulada El catolicismo popular. Nuevas consideraciones pastorales, donde los prelados andaluces ofrecían orientaciones, a la vista de la evolución de las hermandades y las devociones populares.

Se valoraba mejor la religiosidad popular, se decía que las procesiones podían ser “valiosas catequesis plásticas”, se reconocía que los jóvenes estaban llegando masivamente (en 1985, en los albores todavía de la democracia) a las hermandades. Y se afirmaba que era necesario “equilibrar la atención pastoral a la masa y el cultivo de minorías activas que late en el fondo del catolicismo popular”.

Se abría una etapa para superar los prejuicios del pasado, cuando parecía que los cofrades estaban poco formados, frente a otros grupos eclesiásticos de elite, asimismo de seglares, pero de más nivel. Es curioso que alertaban a los cofrades acerca de las manipulaciones que podían sufrir las hermandades por las presiones culturalistas, políticas e incluso antropológicas y sociales. “Hay que evitar la apropiación política del catolicismo popular”, advertía la carta pastoral. Y asimismo hacía mucho hincapié en el discernimiento, para separar lo que verdaderamente era religioso de lo superfluo.

Con el tiempo, medio siglo después del documento pastoral de 1975, ya no queda ese resquemor de la fe del carbonero. Ya ni siquiera quedan carbonerías. Vamos a ver, en este Congreso, que en el Vaticano se toman la religiosidad popular muy en serio. Ahora se denomina piedad popular, y se puede ser cardenal y cofrade, como el recientemente fallecido Miguel Ángel Ayuso. También obispo y cofrade, cura y cofrade, o simplemente cura que no es cofrade, o cofrade que no es cura. Porque lo importante, tras la evolución de los tiempos, es que los cofrades se sienten partícipes de la Iglesia, y la jerarquía no los ve como unos carcas que se pasean con sus pasitos y no se enteraron de las modernidades del Concilio.

Antes el problema del catolicismo era cualitativo y ahora también es cuantitativo. En el fondo, la amenaza culturalista no ha desaparecido; pero son más las ventajas de la piedad popular que los inconvenientes.

Y quizás salgan muchas procesiones extraordinarias en Sevilla, pero es seguro que la piedad popular, o la religiosidad popular, o el catolicismo popular es algo extraordinario. Seguramente, es un tesoro divino.

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