La ventana
Luis Carlos Peris
Abundando en el cambio horario
EL futuro de la agricultura -del campo, por decirlo al modo clásico- es uno de esos temas de verdad. Sin cartón piedra ni relatos fabricados en un war room. Es uno de los grandes asuntos que tiene planteada la humanidad y en consecuencia lógica con nuestro proceder, solo le concedemos la atención que amerita esporádicamente y porque la concentración de tractores nos fastidia un poco el día a día. Entonces levantamos la cabeza y nos preguntamos qué les ocurre a los agricultores. Muy típico de la política y la sociedad española: ignoramos lo importante pero sublimamos la quincalla.
Desafíos y problemas acumulados
Los trabajadores del campo se han echado a la calle y no tienen intención de abandonarla gratis. Exigen que se relajen las políticas medioambientales, que se reformulen los acuerdos comerciales con terceros países para competir en igualdad de condiciones. Claman contra la concentración de tierras agrícolas en manos de la agroindustria y a favor de que las políticas medioambientales sean compatibles con su supervivencia. Piden soluciones al vaivén descontrolado de precios y que se regule la irrupción de los fondos de inversión en el medio agrario. Y, en general, piden políticas agrícolas más justas en especial con los pequeños agricultores. Se quejan de los cambios legislativos, la mayoría de las veces, inexplicados, sin diálogo previo y a modo de imposición bruselense.
Lo que piden es, en general, de puro sentido común, aunque como en toda protesta resuena con más fuerza la voz de los más extremistas: antieuropeos, negacionistas del cambio climático y prácticamente contra todo lo que se mueva, de un tradicionalismo decimonónico. Populismo puro. De entrada, han conseguido que el gobierno se comprometa a reformar la Ley de cadena alimentaria para impedir que vendan sus productos a pérdidas. Aunque este es un asunto global, no local. Y, aunque bien es cierto que las protestas sin convocar no son lo más civilizado y máxime cuando impiden la movilidad del resto de ciudadanos, hay que recordar que cada uno protesta con lo que tiene: los periodistas colgando la pluma los días de huelga, los médicos cerrando los quirófanos y los agricultores sacando los tractores a la calle.
Con la Política Agrícola Común (PAC) habíamos mandado a la Agricultura al cajón de los problemas resueltos, con todos los matices que quieran. Un error que estamos pagando caro y que ni siquiera sabemos sin vamos a poder pagar en el futuro. Pero es difícil encontrar un propósito mejor intencionado que el de los objetivos de la PAC para el periodo 2023-2027, incluyendo la agricultura y las zonas rurales en el llamado “green deal” europeo: garantizar una renta justa a los agricultores, aumentar la competitividad, reequilibrar el poder en la cadena alimentaria, actuar contra el cambio climático, proteger el medio ambiente, preservar los paisajes y la biodiversidad, apoyar el relevo generacional, mantener zonas rurales dinámicas y proteger la calidad de alimentaria y sanitaria. Impecable agenda de trabajo de la que España, uno de los principales productores agrícolas y de los más beneficiados, obtendrá importantes ayudas tanto en concepto de ayudas directas y financiación como en el ámbito del desarrollo rural. Pero este no es un problema que se solucione solo con una PAC bien estructurada y financiada. Los cambios profundos que se han producido en el campo y en la sociedad exigen intervenciones y atenciones desde diferentes ángulos porque van desde la rentabilidad y la identidad familiar pasando por el relevo generacional y el modo de consumo.
Los liberales y los extremistas de derechas de toda Europa han encontrado un doble enganche: culpar a la asfixiante normativa y fiscal europea y a las políticas ambientalistas como enemigos directos de la supervivencia del modelo tradicional de granjas y explotaciones europeas. Y se han lanzado a apropiarse del territorio social, económico y cultural de los agricultores. También el PP europeo, con la vista puesta en las elecciones comunitarias del 9 de junio. Y el PP y Vox en España y en los mismos términos al atacar el “dogmatismo ambiental” del Gobierno. Patrimonializar el hartazgo y los problemas de un sector que emplea a 22 millones de europeos de forma directa y de otros 44 millones que viven de los servicios relacionados con la agricultura y la alimentación es sencillo. Prestar oídos siempre es más fácil que prestar soluciones. Como todo problema complejo es pasto perfecto para los populismos, que lo explican con dos brochazos y falsas soluciones.
Pero colocar en el centro del problema el llamado Pacto Verde europeo (llegar a 2050 sin emisiones de gases de efecto invernadero y disociar el uso de recursos del crecimiento económico) es frívolo, peligroso e irresponsable. Oponer el futuro del campo a la sostenibilidad es un falso juego de opciones. Sin un mundo que se libre de los gases de efecto invernadero y sin políticas que permitan mantener la biodiversidad, las aguas limpias o que limiten la erosión del suelo la agricultura seguiría generando entre el 19% y el 29% de los gases más nocivos para el ecosistema terrestre. Y no habrá ni sostenibilidad ni habrá campo.
El entorno rural necesita inversiones importantes. Pero esas inversiones no llegarán si no van acompañadas de políticas marcadamente verdes. Sería tirar el dinero y malograr el futuro. El economista estadounidense Herman Daly, experto en economía ecológica (desarrollo, demografía, medio ambiente) en su libro Beyond Growth sostiene que el término “crecimiento sostenible” es un oxímoron ya que apela a la creencia de que el crecimiento puede ser ilimitado. Afirma que es una idea falsa impuesta por los economistas clásicos, que partían de la idea de que la materia prima era infinita. Desde otra actividad económica, Alain Ducasse, uno de los cocineros más reconocidos en todos los ámbitos, con decenas de restaurantes de lujo por medio mundo, fue el primero en adelantarse a su tiempo: “Comer es un acto político”. Comer contamina y encadena muchas responsabilidades colectivas desde la tierra al plato. Es una contaminación necesaria pero innegable. Pero el nudo es tal que exponer en la plaza pública a las políticas medioambientales como causa del desastre que tenemos entre manos y su hipotética cancelación como solución a los problemas es sencillamente una estupidez.
Los Verdes también están cosechando votos haciendo justo lo contrario. Las políticas verdes no se imponen a machamartillo. Este ámbito, con intereses muy cruzados y actores de tamaño e influencia bien diferenciados, requiere de más diálogo y pedagogía que casi cualquier otro. Culpabilizar a los agricultores es otra sandez, decirles que hacen las cosas mal es impropio y ocasiona el rechazo añadido al urbanita intelectualizado que le dice al agricultor con las manos encallecidas cómo ha de hacer las cosas. El campo tampoco será sostenible si la gente que lo trabaja malvive, como es el caso de millones de agricultores en toda la UE. Los costes laborales se han disparado, al igual que los energéticos, los precios fluctúan permanentemente, la pérdida de valor del producto en origen y el dominio de las grandes corporaciones agroindustriales y los problemas crecientes para competir con los productos de fuera han estrangulado definitivamente al campo europeo. Y ha estallado.
Las únicas políticas posibles son las que logren un equilibrio entre la productividad económica, la sostenibilidad ambiental y el mantenimiento de las labores agrícolas.
Cada año, 19 millones de hectáreas de bosques tropicales se reconvierten en tierras de cultivo y el 70% del agua se destina a labores agrícolas. Anualmente se sacrifican 70.000 millones de animales dedicados a la alimentación, de los cuales las reses son 300 millones. Y un dato espeluznante es que el 70% de la superficie agrícola disponible no se utiliza en el cultivo de productos para consumo humano, sino como alimento para el ganado. La arquitecta y ensayista inglesa Carolyn Steel ha desarrollado una tesis que ataca el fondo del problema: la mayoría de costes de la comida industrial (deforestación, erosión del suelo, agotamiento del agua, contaminación, despoblación rural, destrucción de la biodiversidad, desempleo, obesidad, cambio climático y extinción masiva) no se computan en el precio que pagamos por ese tipo de productos en las tiendas. Es una factura determinante que no se incluye en el coste: de alguna forma se socializa, porque lo pagamos entre todos. Así, en un libro imprescindible titulado Sitopía, afirma que el problema real es que “la idea de la comida barata es una ilusión creada por productores industriales y gobiernos que pretenden ocultar el verdadero coste de la vida” y añade: “Si es comida y es de calidad difícilmente es barata”.
Cuatro empresas globales - ADM, Bunge, Cargill y Dreyfus- controlan el 75% del comercio internacional de cereales. No solo tienen capacidad para regular las producciones y fijar los precios globales del producto, sino que pueden decidir qué cultivan los agricultores locales, una decisión pura de mercado que va contra los productos tradicionales y locales e incluso contra los intereses de un país. Locke dejo escrito que si queremos una sociedad democrática es necesario recuperar el control sobre la comida, algo muy lejos de lo que ocurre actualmente. Los agricultores piden precisamente una regulación más estricta para las grandes corporaciones.
Sin embargo, la primera cesión de la Unión Europea ha sido relajar la prohibición del uso de los pesticidas químicos, pese a que está acreditado que causan contaminación del suelo, el agua y el aire, así como contribuyen a la pérdida de biodiversidad y tienen un impacto negativo en la salud humana y el ecosistema. De hecho, esos fueron los argumentos de Bruselas cuando en 2022 impulsó su iniciativa legislativa, de la que hoy se desdice. La idea era reducir en un 50% el uso de los plaguicidas químicos y llegar a 2030 con los plaguicidas más peligrosos desaparecidos de la faz de la tierra. Hace poco más de un año los países más afectados pidieron a la Unión Europea que volviera a analizar el impacto de la prohibición ya que no tenía en cuenta que la invasión rusa de Ucrania tendría consecuencias en la agricultura. Aunque se afirmaba que la ley no ponía en riesgo la seguridad alimentaria, el lobby agroalimentario europeo introdujo en la agenda el temor a que la desaparición de estos productos químicos tuviera impacto sobre la seguridad alimentaria. Y el PP europeo defiende su uso argumentando que su prohibición reducirá las cosechas con la consiguiente subida de precios y de las importaciones. De momento el plan ha quedado paralizado y ya veremos qué ocurre con él tras las elecciones del 9 de junio. España, por cierto, es el país de Europa que más pesticidas utiliza y es a la vez un gran exportador. El más vendido de todos ellos es el glifosato (de Bayer-Monsanto), que se utiliza para acabar con las malas hierbas, un herbicida al que se le atribuyen efectos perniciosos para las funciones sexuales y la fertilidad, según datos de la agencia europea de sustancias y mezclas químicas. Pues ese es el más utilizado en España y en el conjunto del planeta
El mundo del campo presenta además otros problemas añadidos que lo convierten en presa fácil para la ultraderecha. A la falta de rentabilidad y las dificultades para el sostenimiento de una actividad terriblemente dura, a la acaparación de las ayudas por grandes propietarios o inversores (el 20% se lleva el 80%), sumen el envejecimiento de los agricultores y las dificultades para atraer a los jóvenes a la agricultura a un entorno que tiene déficits de servicios públicos relevantes, una actividad considerada casi una esclavitud desde la biblia o una condena por Engels, quien entendía como un síntoma de progreso que los agricultores pudieran abandonar el campo para encadenarse a las fábricas. Este es solo uno de los elementos críticos para este medio justo cuando la humanidad más va a necesitar una agricultura eficaz, sostenible y capaz de alimentar a los 8.500 millones de personas que habitarán la tierra en 2050.
Una explicación complementaria y telúrica que explica que la extrema derecha haya penetrado en los ámbitos rurales la aporta la socióloga franco-israelí Eva Illouz al considerar que la izquierda rompió con la clase obrera -los agricultores son clase obrera, autónomos, pero en entornos muy conservadores- cuando pareció ponerse del lado de las ideologías que no querían mantener el patrón clásico de familia. El éxito de las luchas izquierdistas a favor de la sexualidad, las políticas de igualdad y del mundo LGTBI paradójicamente le ha alejado de estos espacios sociales, que siguen manteniendo la familia clásica como pilar de su existencia.
Y otro argumento lo aporta Mahuel Pimentel en su último libro “La venganza del campo” (Almuzara), explicando que el carro de la compra que iba por 250 euros, y avisa, va a llegar a los 500 como consecuencia del abandono y el desprestigio del medio agrario. Y en medio de este maremágnum vemos a una excandidata a la presidencia francesa, la socialista Segolene Royal, ya más cerca de Melenchón, subida en los tractores franceses contra el tomate español. Un mundo de desnortados solo puede conducir a perder definitivamente el norte.
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