30 de junio 2024 - 03:10

Para la historia de la televisión quedó aquel ya legendario debate de Nixon y JFK: un ajado candidato que se presentaba en el estudio tras horas negociando un tema menor y un jovial aspirante, bronceado y de fenomenal aspecto, al que las palabras le salían fluidas y convincentes. O eso decían los por entonces los impresionables espectadores pioneros, para quienes el televisor era un altar iluminado. Kennedy ganó aquel debate nada más aparecer.

Lo del debate de esta semana era de un aspecto desencantador nada más conectar, entre dos candidatos ancianos en el que uno cumplía con su rol de suficiencia agresiva y el otro debía conformarse con leve apariencia de gestor responsable y atemperado. En su caso ya se confunde con la impotencia de la senectud y las cualidades abotargadas. Fue un debate desigual sólo con ponerse cada uno de ellos en el atril. El infinito plató de la CNN se quedaba pequeño ante el ego de Trump, que es tan inmenso que cabe perfectamente en el cristal del móvil, un candidato y un ideario en soporte de short editado, un viral parlanchín de vídeo en bucle que dice lo que piensa el votante incendiario. Biden es un candidato tan azorado que hasta su escocés rival parece el colmo del vigor y la salud. Este panorama tan aceptado para el público estadounidense resulta descorazonador para el resto del planeta. Cuando creíamos que nuestra política es patética, sólo hay que levantar la mirada para comprobar que la administración del futuro colectivo global está en manos del tremending topic.

Como programa en sí el debate fue infumable, sólo digerible en dosis de comprimidos mínimos. Eso no desanimó a García Ferreras y su gente, que se tomaban la madrugada como si fuera un mediodía. Ni la expectación maquillada de este duelo inclinado podía ocultar que realmente Trump está solo. De hecho se ha quedado solo para ponerse en marcha de nuevo hacia el Capitolio, con los votos de su lado y la justicia aparte. De no ser porque es la realidad y no una ficción, sería hasta interesante.

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