Salud sin fronteras
La IA y la humanización
La belleza de Sevilla guarda la belleza de la fe. Esta ciudad posee el don de la hermosura y de atrapar siempre con ella a los que aquí nacimos y a los que a verla llegan. También es una ciudad en la que la fe se vive de forma especial y a nuestro modo, con mucho de verdad y poco de perfección.
Esta semana que abre el portón del alma de par en par, es más fácil quedar absorto en la contemplación de su arquitectura y prendarse de sus coquetas plazas y rincones vestidos con versos y besos de amor.
Es aun más sencillo querer perderse en cada una de sus calles que en primavera regalan la flor que las perfuma, en el templo que conforta, y pasear el parque de la mano de la luz que describió Cernuda. Igual que es inevitable dejar mecer la conciencia desde el puente que aquel ingeniero poeta soñó fuerte y eterno, y bajar la mirada y la soberbia ante quién plantó cara a la muerte para salvarnos de la nuestra.
La belleza de Sevilla, igual que su fe, no es efímera ni de papel de farolillo que asoma con prisa por la esquina del tiempo. No es frágil pompa de jabón que se rompe con el soplo de la frivolidad. Permanece a pesar de sus vaivenes en cada uno de nosotros, toca la fibra íntima y se despierta en cada imagen barroca de dulce rostro para brotar con más fuerza como el azahar en primavera, a golpe intenso de llamador y chicotá eterna.
La belleza de Sevilla está en cada oración muda, en la lágrima retenida en el Arco, en el brillo verde de la joya que adorna Su pecho, en cada mirada de amor infinito de Madre custodiado bajo palio.
Es esa la fe de esta ciudad, la primorosa forma de tocar el corazón más allá del rito convencional. El esplendor, lo evidente, lo exultante sólo dura una semana, sólo siete días en los que acumular el todo, solo siete mañanas con sus tardes y sus noches para vivir la emoción y la verdad, para alimentar nuestra necesidad profunda de búsqueda, y para recrearnos en la gracia de la certeza que ha de vivir en nosotros durante todo el año.
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