Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
Inventarios de diciembre (4). Desigualdad
LOS 45 años de Constitución democrática representan el período de paz y prosperidad más largo de la historia de España en los últimos 200 años. Váyanse a 1823. Veníamos de las secuelas de la invasión francesa, que duró seis años, y terminaba el Trienio Liberal, o Trienio Constitucional. Era el siglo XIX. La industrialización, gracias a la máquina de vapor, llegó con 30 años de retraso a la Península Ibérica. Grandes migraciones a América se estaban ya incubando. Comenzarían en el último tercio del siglo. En aquel XIX tuvimos la barbaridad de ocho constituciones y tres guerras civiles, las carlistas, que quién sabe si colearon en el XX con ETA (“¿La cuarta carlistada”?, se preguntó Mario Onaindïa en un artículo, después de dejar la organización). Incluso alguien ha visto rasgos de carlistada en los avatares de Carles Puigdemont, que tiene sus mayores apoyos en las comarcas catalanas interiores, de tradición carlista.
El siglo XX fue bastante desgraciado hasta la recuperación de la democracia en 1977 y la aprobación de la Constitución en el 78: sufrimos dos dictaduras, que sumaron 43 años, las de los generales Primo de Rivera y Franco; además, tres años de cruenta guerra civil, desórdenes, exilios y represiones. ¿Se explica bien eso en las escuelas? Hasta que por fin llegó la Constitución del 78, la primera que incluía a las dos Españas. De ahí su fortaleza: se acabaron las leyes de medio país contra el otro medio; y luego al revés. Se inició una época de paz, prosperidad y desarrollo económico que aún dura, aunque sea cuestionada.
La negociación entre los partidos iba mal; o sea, como siempre. Alfonso Guerra, número dos de Felipe González, se alarmó porque en la Comisión Constitucional del Congreso los artículos de la nueva Carta Magna se aprobaban por mayorías de uno o dos votos. De nuevo, un país políticamente partido. Por eso, explica ahora, se fue en busca de Abril Martorell, número dos de Adolfo Suárez, y ambos congeniaron personalmente hasta considerarse mutuamente como los mejores amigos, y pactaron cada artículo que los siete ponentes iban redactando y ofrecían después para ser aprobados por amplias mayorías. Se acabaron las Constituciones que solo representaban a media España. Congreso, Senado, y después el referéndum popular, ratificaron la Carta Magna por mayoría abrumadora.
Los jóvenes periodistas preguntan a los veteranos en estos días de aniversario qué cómo fue posible aquel consenso tan amplio, cuando ahora no se puede ni pronunciar esa palabra sin generar sonrisas, o abucheos. “El miedo a que no se repitiera una guerra civil fue determinante”, dice Miguel Herrero, ponente constitucional. “Los corresponsales de toda Europa llegaban a Madrid con ilusión periodística esperando que los españoles nos enzarzábamos otra vez”, recuerda Victoria Prego. Todos querían ser el nuevo Hemingway. Pero España sorprendió al mundo por su madurez y su responsabilidad, lo que no es frecuente en países que salen de largas dictaduras y desprogramación democrática.
Ahora, la Constitución se usa, y se abusa de ella, para todo. Para denostarla, o para venerarla. Sirve como ariete, o bien como salvavidas para amparar cualquier maniobra política extraña de las que se están fraguando. No existen apenas políticos de aquellos que hicieron posible desde los extremos ideológicos, sumados al potente centro, la obra de ingeniería política de transformar una dictadura en democracia. No tenemos pactos, ni consensos; y la actualidad no augura estabilidad. Veremos en qué acaba, pero, por favor, déjennos la Constitución. Aunque con las reformas necesarias para actualizarla, la necesitamos más que nunca.
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