Manuel Campo Vidal
Valencia: además, catástrofe comunicacional
En estos días se ha conmemorado el vigésimo quinto aniversario de la creación del Banco Central Europeo, toda una efeméride. Un periodo de decisiones extraordinarias, sobre todo a partir de 2008. Todo parecía marchar como una balsa de aceite pero desde la crisis financiera el frenesí ha sido continuo. El creciente papel del BCE en la economía me recuerda la frase del guardián espacial Buzz Lightyear en la película de animación Toy Story, de Pixar: “Hasta el infinito y más allá”. El BCE ha llegado donde nadie pensaba. En las postrimerías de la crisis financiera llegó al infinito y con la pandemia, inflación y guerra de Ucrania, más allá. Símil inexacto, más aún con el giro de orientación en su política monetaria desde hace un año, pero que refleja la sensación de enorme distancia recorrida por la autoridad monetaria de la Eurozona.
El rasgo más evidente del BCE en su primer cuarto de siglo ha sido su constante evolución y adaptación –a veces radical– a las realidades emergentes. En sus primeros años, marcados por políticas convencionales, afrontó retos extraordinarios, siendo quizás el más notorio los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Aquel suceso reconfiguró la economía global y las políticas monetarias en todo el mundo. El 11-S puso de manifiesto la interdependencia de las economías y la fragilidad del sistema financiero. Ante el golpe a la estabilidad económica mundial, el BCE, que apenas contaba con tres años de existencia, tuvo que reaccionar con rapidez para mitigar los efectos potencialmente devastadores de la incertidumbre generada. Fue un punto de inflexión en la política monetaria, evidenciando la importancia de la cooperación internacional para la estabilidad financiera y económica. Con el 11-S, la geopolítica se colocó irremediablemente en primer plano, afectando de manera directa las decisiones y estrategias económicas. Esta situación forzó al BCE a adoptar un enfoque más flexible y reactivo, siendo conscientes de que las fluctuaciones geopolíticas podían tener un impacto directo y profundo en la economía europea.
El papel del BCE trascendió así la política monetaria, convirtiéndose en un actor crucial en la estabilidad geopolítica de la región y en la mitigación de los riesgos externos.
La segunda gran parte de esta aún corta historia del BCE comienza en agosto de 2007. La crisis financiera global comenzaba a tomar forma. No fue hasta un año más tarde que la debacle se consumó con la caída de Lehman Brothers. La autoridad monetaria europea, al igual que las del resto de mundo (Reserva Federal, Banco de Inglaterra, etc.), con las que se coordinó, respondía a la total “congelación” de la liquidez de los mercados –sobre todo, los interbancarios y de bonos de entidades financieras– ofreciendo instrumentos no convencionales de financiación para evitar un colapso global.
Era el comienzo de un periodo de fuerte expansión cuantitativa de sus balances que, con muchos y notables matices, llegó hasta 2022. Los graves problemas de numerosas entidades financieras en todo el mundo –incluidas españolas– condicionaron la agenda en los años que siguieron a la quiebra de Lehman. Quedó aún más supeditada cuando se desató la crisis de la deuda soberana con rescates a Grecia, Irlanda, Portugal y España, aunque en nuestro caso se debió a la necesidad de recapitalizar parte del sistema financiero. Años de fuerte especulación contra el euro. EL BCE se vio ante el desafío de gestionar simultáneamente su mandato de aquel entonces (control de precios) y la estabilidad financiera. Esta gestión no fue siempre armoniosa. Las medidas para controlar la inflación pueden, en ocasiones, generar tensiones financieras y viceversa. Con algún “error histórico”, como la subida de tipos en 2011 en plena debacle de la deuda soberana. También con grandes aciertos en sus medidas extraordinarias. Por ejemplo, el mero lanzamiento –que, de hecho, nunca se llegó a utilizar– en verano de 2012 del programa de Operaciones Monetarias de Compraventa (OMT). Se comprometió a hacer “lo que fuera necesario” (en palabras del entonces presidente, Mario Draghi) para preservar el euro, incluyendo la compra de bonos gubernamentales en los mercados secundarios, si lo países lo solicitaban bajo compromisos fiscales y de reformas.
Pasados esos momentos críticos (2007-2012), el BCE tuvo que seguir luchando para evitar la deflación (crecimiento negativo de precios) hasta la llegada de la pandemia. Más expansión cuantitativa. En todo caso, fue un periodo de relativa calma comparada con lo que hubo antes y después. La fuerte credibilidad y reputación de Draghi como banquero central ayudó. También la aprobación de importantes pilares de la Unión Bancaria Europea, en la que el BCE asume el “Mecanismo Único de Supervisión”, con el que tiene que combinar dos “sombreros” (mandatos): luchar contra la inflación y estabilidad financiera. Desde entonces, otros temas (sostenibilidad, gobernanza entre ellos) se han incorporado a la abultada agenda de temas del BCE.
El “más allá del infinito” se alcanza cuando en 2020 al llegar la pandemia, a punto de cambiar de estrategia hacia una más restrictiva, tiene que dar un volantazo y continuar con la expansión cuantitativa, con su “plan pandémico de compra de bonos” para garantizar la liquidez del sistema en un contexto sanitario y económico muy difícil. Finalmente, cuando estaba finalizando la pandemia, comienza a emerger la inflación, primero motivada por costes de oferta –energía, transporte, cuellos de botella en los suministros– y luego complicada con el impacto de la Guerra de Ucrania. Una respuesta algo tardía y una inflación alta más persistente de lo esperado –motivada por la demanda también– complicaron el panorama. En julio de 2022 el BCE comenzó a subir tipos de interés y reducir su balance hasta el día de hoy. El tiempo dirá si tiene éxito en controlar este periodo de inflación sin hacer excesivo daño a la economía, una preocupación que en este momento está más viva que nunca.
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