Opinión
Eduardo Florido
El estancamiento retórico de García Pimienta
Siempre, en las convivencias de día de las hermandades o en cualquier otro encuentro de jóvenes, me emocionaba quedarme entre las fotografías de tantos retazos de vida de la hermandad. Momentos de plenitud en la Función Principal; alguna comida por cualquier motivo; instantáneas de priostía ya recogidas para siempre. Muchas de ellas en blanco y negro. Nada se había perdido de aquella felicidad en torno a algo a veces tan indefinible por personal e íntimo que llamamos “la cofradía”. Rostros, vidas, generaciones.
He vuelto a aquella emoción primera y no olvidada de juventud por otra foto –esta vez en el instante de las redes– que me regaló una familia amiga y hermana. Ahí estaba bajo un manto de Amor restaurado, la misma persona que en la madurez de la vida era realmente y de la mano de la emoción, la misma chiquilla que recordaba su esplendoroso estreno. Todo volvía a aquel instante en la víspera del Domingo de Ramos. El tiempo detenido en esta imagen reciente, podría hablarme de varias generaciones crecidas en el amor a su Virgen. La paciente y cotidiana devoción sostenida como lo mejor de la familia. El cuidado discreto y la fe honda. Las visitas, muchas, en momentos de alegría familiar y en otros donde las ausencias eran consoladas por el Amor.
Apuntar a lo esencial en nuestras hermandades es hablar de la vida que contienen y de las vidas que ellas sostienen. Por ello la ofrenda, el arte, la belleza, el culto, todo se ordena a un tiempo detenido. Que es la razón para vivirlas. Por ello cada Semana Santa será definitivamente personal y única. Como tantos retazos contenidos en los retratos. Cuando el manto encuentre su sentido arropando el Socorro de María, Julia, Amparo, tantas otras hermanas, vuelven a ser las chiquillas que se emocionaron por un instante. El tiempo detenido lo han vivido y lo viven como tiempo agradecido.
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