El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
Era una noche de ensayos en la calle San Jacinto. Los aguerridos costaleros de la Estrella habían preparado una prueba especial: sacar el palio a la calle, a fin de que los priostes pudieran comprobar la perfecta medida, la correcta vibración, la levantá medida de ese trono que formaron Jesús Domínguez y Rodríguez Ojeda, en una unión temporal que solo es posible cuando el tiempo mágico de las cofradías hace de las suyas a favor nuestro.
Allí, mirando desde lejos y desde cerca, el cura costalero entornaba los ojos soñando una nueva oportunidad. Él sabía lo que un clergyman es capaz de conseguir delante de un paso: aceptación total de la jerarquía laica, o, por el contrario, rechazo de la bulla, populosa e ingrata con la autoridad. Pero a él le acariciaba el corazón la idea de cambiar, por unas horas, el negro de su indumentaria por el hábito costalero, que obliga y enriquece lo mismo que el de los consagrados a Dios. Porque, ¿no es acaso la costalería una vocación como las otras sagradas de nuestra fe?
Allí, el cura costalero miraba las maniobras, el crepitar del martillo sobre la trabajadera, las órdenes precisas de los capataces y, más allá de las miradas sorprendidas de los guiris, sentados en los bancos de la calle, el cura costalero imaginaba ser uno de esos atlantes, de maniguetas adentro, que hacen posible el paseo de la Estrella por las calles de Sevilla. Habría ofrecido no sé cuántas predicaciones, y hasta algún que otro beneficio eclesiástico, por cumplir su sueño. Entornaba los ojos, y sentía en su cerviz el peso leve de la trabajadera, mientras él, con el sudor de su frente, enjugaba las penas de tantos que contemplaban pasar a la Madre de Dios. En ese plácido sueño sumido, el cura costalero no hubiera querido despertarse. Pero ante la voz de un joven que se le acercó, regresó a la rutina del servicio a Dios y a la Iglesia. ¡Qué sería de las cofradías sin estos sueños de amor!
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