Visto y Oído
SoniaSonia
Hace cincuenta años y un mes. Pero si hablamos de perder a una madre, siempre es ayer. Pasaron los años, pero siempre es ayer mediodía al final de calle Castilla, cuando en la capilla se desplomó la noche más lúgubre, porque ardía la casa con la madre y el hijo dentro. Esta vez el velo no se rasgó, sino que se quemó salvaje y vociferante, dejando en carne viva la memoria y los besos. Ella se hizo aún más madre en cada letra de su nombre -Patrocinio-, interponiéndose entre el fuego y su Hijo, mientras el horror llameante y desatado la sepultaba bajo un alud denso y negro, y con Ella la vida, la luz, las horas, los recuerdos, los sueños. Desde entonces, en Triana, fortuito es sinónimo de trágico, de desgarrar las entrañas y robar despedidas.
En medio de las sombras espesas, como un esclavo de Miguel Ángel, el Hijo luchaba por zafarse de la oscuridad pegajosa, hasta que su figura potente emergió como una nueva transfiguración. Ahí estaba, la intemperie esculpida en el aire y las nubes, huérfano, mordidos sus pies y azotado su costado por las llamas. Lo cuidaron y sanó de sus heridas, aunque no de su orfandad. Por eso hay tanta verdad en la Semana Santa y en sus cofradías, porque se construyen con la vida y la muerte de quienes la configuran, con su devoción, su fe, sus dichas, penas, ilusiones y tragedias. Y porque las imágenes son, en verdad, los más ciertos reflejos del Señor y su Madre, vividos familiarmente en medio de la hermandad.
Por eso seguimos viendo a la Madre en su Hijo. Porque ella siempre está, aunque de otra forma. En Él está la caricia de su auxilio, su protección suspendida en el escorzo, la sombra de su silueta grabada en su costado, como un último beso. La madre siempre está, de otra forma, pero está. Mirad, ahí viene, en su palio de brisa y oro, amparando a su Cachorro. Y nosotros volveremos cada vez al puente, en busca del verso que escribió aquellos días Ortiz de Lanzagorta: “Érase una vez una virgen mirándose en un río…”
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