Visto y Oído
SoniaSonia
Como si se hubiera descubierto un lienzo de la muralla, así apareció hace unos días el salón de la casa. Con las túnicas a la vista, murallas que salvaguardan los ritos más íntimos, donde todo empieza, adquiere sentido y nos vincula a los nuestros. El hallazgo recupera cada año vestigios de ayer que se ponen en las manos del hoy para seguir sembrando mañana. Mientras, ahí están, a la espera de una nueva cita, recordando solo con su presencia lo que son y significan (y cómo un mal uso, propio o ajeno, corrompe su unción). Cada vez parecen más incompatibles con la prisa, el ruido y la superficialidad actuales, porque ellas son serenidad, silencio y hondura. Banderas enarboladas en la estancia del hogar, territorio conquistado de la memoria por unos días, las de las vísperas más hermosas. Ondea el color de los recuerdos, el bordado que quizás antes latió en otro, la infancia a la que hay que sacar el dobladillo, o el remiendo discreto a una tela tan gastada como los años que reviste.
Se acerca la hora. Sabes que, al vestir la túnica, encontrarás en ella, de nuevo, encendida la luz de casa, porque tiene el tacto de tus padres llevándote de la mano al descubrimiento de la vida. Pronto volverás al encuentro contigo mismo, con tus hermanos y las devociones que te enseñaron. Vestirla es sentirse abrazado por la soledad, tras atravesar la intemperie de los recelos propios. Por eso solo tú conoces lo que ocurre debajo del antifaz; si llegas hasta el fondo o no, porque te quedaste en ese recoveco sin querer seguir.
Solo tú escoges la profundidad de esas horas, los despistes para huir de ti mismo, las lágrimas de aquel año, la dicha cálida del reencuentro, la paz, el goteo de los minutos fuera, que son caras y recuerdos dentro. Da igual el tramo, la túnica es un pasadizo que llega hasta donde te espera Dios, para acompañaros mutuamente durante la estación y compartir proyectos, temores… vida. La túnica, en fin, da forma al nazareno, y éste, a las cofradías y la Semana Santa.
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