Opinión
Eduardo Florido
El estancamiento retórico de García Pimienta
LA dotación asignada a sanidad en el vigente presupuesto de la Comunidad Autónoma y en el proyecto para 2020, elevando algo su participación en el total respecto a 2018, no dejan lugar a dudas de que las alarmantes advertencias del partido antes gobernante, acerca de la intención de la derecha de desmantelar o privatizar la sanidad pública, estaban completamente infundadas, por no llamarlas otra cosa. No se ha desmantelado la sanidad pública en ninguna de las regiones habitualmente gobernadas por el PP, tales como Madrid, Galicia o Castilla y León, y se puede incluir Valencia; aunque en algunas de ellas se hayan ensayado modelos hospitalarios de prestación privada con soporte público. Naturalmente, han sido criticados e incluso revertidos por la izquierda, pero creo que más por razones ideológicas que por la eficiencia del servicio. Y sin tener en cuenta, desde luego, la opinión las personas atendidas bajo ese modelo.
No es un secreto ni hace falta ser experto para percibir que la sanidad, pública o privada, es un servicio sumamente costoso, en el cual hay un factor que impulsa desde hace tiempo el crecimiento del gasto: los medicamentos y los equipos, al cual se ha sumado un éxito asistencial: la cronificación de las enfermedades, pero con unas consecuencias cada vez más serias sobre el gasto. Nada es gratis ni, desde luego, es posible seguir conteniendo el gasto en personal sanitario por la vía de unos sueldos completamente desacordes con los años y el esfuerzo dedicados a la formación y con la responsabilidad inherente al trabajo que realizan.
A duras penas, hemos logrado mantener el gasto en sanidad, en términos generales, en Andalucía y en España, durante los años de la crisis fiscal, mediante mayores ingresos soportados por mayor endeudamiento público y por impuestos más elevados; además de haber reducido significativamente los niveles de inversión pública. Pero esta vía no da mucho más de sí. La ciudadanía ya sabe que eso de que los impuestos suben para terceras personas no es más que un cuento, y no parece muy dispuesta a aceptar de buen grado una fiscalidad más elevada. Un apunte a este respecto, ya que estamos en período electoral: ¿qué tal si los partidos hubieran de anunciar en sus programas sus propósitos fiscales con el compromiso de atenerse a ellos? Puede estar seguro de que esto es importante para la mayoría de los electores y el resto del programa son parole, parole, parole; como la canción.
No hay tampoco posibilidad de elevar el endeudamiento, por más que la deuda soberana española esté bien aceptada en los mercados. Pero los tipos de interés que ofrece el Tesoro compensan cada vez menos la seguridad en el repago de los títulos adquiridos. E incluso si fuese posible, sería una insensatez intentarlo, porque nos estamos quedando sin posibilidad de actuar ante una nueva crisis mediante una ampliación del gasto público. Y esto es grave.
Además de los problemas de financiación específicos de la sanidad, tenemos uno añadido: el pago de las pensiones públicas, ya que los ingresos del sistema son insuficientes para atender sus obligaciones. Y esto no es temporal, sino que va adquiriendo carácter crónico. Ahora bien, esto no es una sorpresa. Incluso estaba previsto en un informe enviado a la Comisión Europea durante el mandato de Celestino Corbacho como ministro de Trabajo e Inmigración, según el cual el sistema entraría en déficit alrededor de 2019 y pocos años después se habría agotado el fondo de reserva. El desempleo derivado de la crisis, simplemente, ha adelantado la fecha en la que ha comenzado a producirse el déficit, y lo estamos solucionado con financiación excepcional al sistema y con cambios en la edad, en los límites de cotización y en las condiciones de salida, que no son más que remedios temporales porque no nos da la gana de afrontar la realidad.
El lector puede imaginar fácilmente el impacto que sobre el gasto público futuro va a tener la yuxtaposición de una mayor esperanza de vida, cobrando la pensión cada mes, y la cronificación de las enfermedades de centenares de miles de personas, atendidos con la frecuencia y medios requeridos. Obviamente, son dos fenómenos relacionados, y precisamente por eso han de ser contemplados conjuntamente. El problema, sin embargo, es que el enfermo es responsabilidad de las CCAA y el pensionista del Gobierno de España. Y las comunidades están cada vez más interesadas en el reparto de los ingresos que en la coordinación de los problemas de Estado.
Salvo algún indocumentado, nadie puede poner en duda que disponemos de uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. Responde a un derecho establecido en la Constitución, cuyo ejercicio ha de ser garantizado por el Estado, pero cuya prestación fue encomendada casi en exclusiva al sector público en la Ley General de Sanidad de 1986, en la que creo que cometimos un error: el de no haber anticipado que la sanidad privada habría de ser, inevitablemente, un actor relevante; tal como lo está siendo ahora.
Según la Fundación IDIS, representativa del sector privado, en 2018 había en España 10,3 millones de asegurados, el 22% de la población. Su gasto fue de casi 29.000 millones de euros en 2016 (no incluye los conciertos), un 29% del gasto sanitario total en ese año, siendo este porcentaje superior al promedio de la OCDE y significativamente más elevado que el de Holanda, Francia o Alemania. No parece posible que desde el sector público se puedan revertir las proporciones actuales, aunque a algún partido le gustaría, por lo cual parece sensato considerar a la sanidad privada como un actor ya insustituible en el cumplimiento de un derecho constitucional, y no sólo como una oferta auxiliar a la que se desvían pacientes cuando coyunturalmente no hay capacidad para atenderlos en el servicio público.
Por cierto, permítame otro inciso. No es buena comparación el pago por cada acto médico con el que la oferta privada retribuye a sus profesionales con los salarios mensuales de la sanidad pública. No creo que haya mucha diferencia si se divide este salario por el número de actos realizados cada mes por el profesional público.
Los ciudadanos, por nuestra parte, tenemos que adquirir mayor consciencia del coste que supone el cuidado de nuestra salud. No basta con pagar impuestos y exigir atención cueste lo que cueste, hemos de corregir nuestros hábitos no saludables.
Sanidad y pensiones son asuntos sobre los que hay que ir abriendo un debate en la sociedad, los ciudadanos hemos de formarnos nuestra propia opinión sobre ellos, y no asistir pasivamente a lo que diga uno u otro representante político, creyéndole o no según nuestra preferencia política o, peor aún, según nuestra ideología.
Pero me temo que no haya suficiente valentía pública para abordar esto. Ni siquiera para imitar los no pocos años que los suecos dedicaron a la recomposición de un estado de bienestar que había ido más allá de sus límites sostenibles. Pero, a cambio, se nos ha ofrecido hace pocos días un espectáculo aerotransportado, a modo de circo volador retransmitido en directo. Para general sorpresa, tal parece que no se dispone de un helicóptero capaz de transportar discretamente un ataúd en su interior.
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