La ventana
Luis Carlos Peris
Perdidos por la ruta de los belenes
EL 4 de febrero de 1671 el papa Clemente X decretaba con su firma la prolija canonización del rey Fernando III, conquistador de la ciudad de Sevilla el 23 de noviembre de 1248. La grata y tantas veces esperada noticia llegó a nuestra ciudad en la mañana del día 3 de marzo del mismo año. Y de inmediato por orden del arzobispo hispalense Ambrosio Ignacio Spinola y Guzmán repicaron las campanas de la Catedral y de todas la iglesias de Sevilla y también las de las muchas localidades de su vasto y antiguo reino. Al tiempo que se programaron ya las solemnes fiestas y luminarias conmemorativas de tan singular acontecimiento.
De aquel decreto pontificio se cumplen estos días precisamente 350 años. Pero el camino a la santidad del monarca Fernando III, rey de Castilla y León, había sido largo, azaroso y complejo, iniciándose en 1622 en tiempos de Felipe III, gracias a los impulsos doctrinales del jesuita Juan de Pineda, en el contexto de la Contrarreforma católica que defendía la Monarquía Hispánica, cuyos soberanos, como Carlos II y su madre Mariana de Austria, buscaron con ahínco entre la vasta hagiografía española un santo militar y prodigioso que abanderara sus alicaídos ejércitos europeos siguiendo el triunfante modelo francés de San Luis, primo hermano además de San Fernando, cuya imagen protectora, ya desde finales del siglo XIII, encabezaba las huestes del país vecino.
En este sentido, es admitida por las fuentes documentales y cronísticas de la época, conservadas en su mayor parte en el Archivo de la Catedral de Sevilla, la singularidad de este extraordinario proceso de santificación concluido en 1671. En efecto, la consagración de Fernando III terminaría por reconocerse en la Iglesia de Roma en virtud de un procedimiento protocolar antiguo de tradición medieval, no necesitando por tanto de una canonización pontificia solemne en el sentido más moderno y dogmatizado, es decir, mediante una enfática declaración magisterial pontificia, según el procedimiento del papa Urbano VIII de 1634, vigente hasta hoy con pequeñas modificaciones.
Por el contrario, la santidad de Fernando III, como siervo de Dios y de la Santísima Virgen para la Iglesia Universal, se fundamentó básicamente en la antigua devoción del pueblo de Sevilla y de su reino, pues ya desde la misma muerte del monarca el 30 de mayo de 1252 peregrinaron muchos devotos sevillanos a su sepulcro en la Capilla Real de la Catedral antigua. No debe olvidarse tampoco el consentimiento del clero hispalense encabezado lógicamente por sus diferentes arzobispos, ya desde los tiempos don Remondo en 1253, quienes alentaron durante siglos, siguiendo las mandas testamentarías de su hijo Alfonso X, el Sabio, la práctica litúrgica de un profuso culto popular con frecuentes vigilias y misas votivas. Y por último el reconocimiento y la legitimación, con indulgencias plenarias, de célebres pontífices partidarios de la santidad de Fernando III como Inocencio IV en 1252, Alejandro IV en 1254 y 1255 y Sixto V en 1590, entre otros.
Pero fue el pueblo de la ciudad Sevilla y también de su reino, e incluso de Andalucía, y por supuesto su cabildo municipal el principal protagonista y valedor de la santidad de Fernando III por sus virtudes cristianas. Aun en vida del monarca la Crónica de Lucas de Tuy lo consideraba ya como modelo de príncipe cristiano y santo para toda la cristiandad. Incluso en Las Cantigas de Santa María de su hijo Alfonso X (1252-1284) se mencionan pocos años después de su muerte los primeros milagros por la intercesión de Fernando III, y en la Primera Crónica General, su nieto Sancho IV (1284-1295) añadió un nuevo capítulo sobre “los milagros que realizó Dios a través del rey Fernando, que yace en Sevilla”.
En cualquier caso, fue el bachiller e historiador sevillano Luis de Peraza quien en los primeros años del siglo XVI en su Vida y milagros del Santo rey Don Fernando sintetiza hasta 15 milagros fernandinos recogidos de en su mayor parte la tradición más popular sevillana. Son milagros fundamentados en la piedad humilde, e incluso ingenua, de la gente sencilla de nuestra ciudad desde el siglo XIII al XVI, quienes se identificaron y suplicaron la intercesión de monarca santo en los problema diarios de la vida cotidiana de todos los días, y también de su espada, cargada de simbología taumatúrgica para las muchas enfermedades de los sevillanos: un aldeano que había perdido su preciada vaca, otro que había olvidado su dinero para el mercado, una vecina de Palomares que vendía romero, una mujer de Triana pobre y enferma, un prisionero rayano en el reino de Portugal que consigue su libertad, etcétera. También algunos negros libertos que acudieron a la intercesión del San Fernando ante Santa María para conseguir favores laborales.
Un rey santo, por tanto, de devoción humilde, sencilla y sobre todo muy popular. No es de extrañar que en el largo y documentado escrito, fechado en Sevilla el 8 de noviembre de 1668, que mandó a Roma el arzobispo hispalense Antonio Payno, se concluyera: “Que se puede creer y tener por cierto que el Rey Fernando goza ya de la eterna gloria de Su Divina Majestad, con la consiguiente petición al Santo Padre para que proceda a la canonización y puesta en el Martirologio, o sea, en el número de los demás Santos”.
Vindicación por el rey Fernando III que la ciudad de Sevilla, como abanderada de su santificación, no debería olvidar nunca.
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