Trenes de bajo coste

Somos europeos para bien y para mal; donde las dan, las toman

08 de junio 2024 - 01:00

Jean Monet, Konrad Adenauer y Robert Schuman –francés de origen germánico– y, de sus manos, la Confederación del Carbón y el Acero (CECA) con la que se reunieron los alemanes con su hinterland continental son prohombres e hitos de la necesidad política y económica de reconciliación en el Viejo Continente, apenas una decena de años tras la segunda Gran Guerra. Ese fue origen de la vigente Unión Europea, en la que la Italia de De Gasperi y el Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) fueron artífices también originarios. Nuestra adhesión al proyecto europeo, ya en 1985, supuso una fenomenal fuente de progreso para una España salida con ímpetu e ilusión de una dictadura y de un aislamiento internacional de cuatro décadas. De aquello, nos llegaron ingentes fondos estructurales y de cohesión, que no se nos otorgaron por una filantropía paneuropea, sino por la voluntad comunitaria de erigirse un espacio geopolíticamente estable, grande y potente, en un mundo que iba dejando para la historia la Guerra Fría entre dos bloques, Estados Unidos y Rusia. Y por un acuerdo subyacente: subvenciones (con Alemania como principal contribuyente) y desarrollo social y económico, a cambio de nuevos territorios comerciales y productivos carentes de aranceles. Una idea descomunal que ha hecho de nuestro país uno moderno, democrático y con cierto poder en la esfera mundializada. Con compañías de primer orden en sectores clave –telecomunicaciones, automoción, ferrocarril, banca, construcción– que en muchos casos fueron criados por el Estado franquista y el desarrollismo de la segunda mitad del XX, proceso en el que la alianza militar con Estados Unidos fue decisiva, antes y después de la muerte de Franco (1975).

No hay activos sin pasivos, y el paraguas de la CEE y, ya un paso adelante, la UE nos exigía una notoria cesión de soberanía nacional que, quién podría negarlo, nos convino en todos los órdenes: el saldo era positivo en cualquier sentido; económico, social, de seguridad. Entre los pasivos –obligaciones– están la cesión de la moneda y la política monetaria al BCE sito en Fráncfort, y la última palabra judicial a altos tribunales en Luxemburgo o Estrasburgo. Pero la economía manda. Nuestro alucinante desarrollo de infraestructuras civiles públicas tarde o temprano tendría su paso por caja. Ahora, no hay comunidad autónoma que no tenga un marrón financiero con el mantenimiento de sus carreteras y autovías, para cuyas inversiones no hay casi presupuesto porque, entre otras cosas, las nuevas prioridades de la Agenda Verde van a absorber la parte del león. Y en ese empeño comunitario ganan las potencias industriales, y no los satélites en exceso terciarizados y turistizados. Y endeudados.

Hace unos días, Juan Manuel de Prada (Trenes rigurosamente retrasados, ABC) ponía el dedo en esa llaga. Renfe y Adif, dos empresas públicas que operan en un mercado con futuro, se ven obligadas a aceptar como competidor al hombre de los caramelos de bajo coste –de momento, bajo–. Musculosas empresas ferroviarias de la Europa más industrial que van colmatando las infraestructuras, atrayendo a clientes con unos precios irresistibles, practicando un dumping que no sólo merma a esas empresas públicas, sino que augura la degradación de un servicio público fundamental para la movilidad. Ha sucedido en Reino Unido: la liberalización del sector ferroviario acometida por el Gobierno de John Major en 1990 ha tenido tan nocivos efectos que ahora el país –que abandonó la UE– se ha visto abocado a suspender el sistema de concesiones privadas. La fe en la libre competencia se antoja ingenua en este caso (y en otros). Pero hay que devolver, parece claro. Somos europeos para bien y para mal. Donde las dan, las toman. Es el mercado... común.

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