La ventana
Luis Carlos Peris
La peña se nos va quedando sin peñistas
EL traslado del féretro de Franco del Valle de los Caídos al cementerio de Mingorrubio inundó los medios de comunicación de imágenes de aquellos días en los que murió en La Paz el llamado Generalísimo. Y en todas esas imágenes, en primer o segundo plano, aparecía el príncipe Juan Carlos, rey Juan Carlos desde el día anterior al entierro de Franco.
El 22 de noviembre de 1975 fue proclamado Monarca ante las Cortes, donde pronunció un discurso en el que anunció que sería Rey de todos los españoles y anunció su proyecto de futuro que, los que supieron interpretar sus palabras, asumieron que era una advertencia de que se iban a producir importantes cambios, como así fue. Nada más finalizar la ceremonia, recorrió en coche descubierto parte de la Gran Vía –sin excesivo entusiasmo del público– y se dirigió al Palacio Real, donde continuaba la cola interminable de ciudadanos que querían rendir su último homenaje a Franco. Los Reyes se cambiaron de ropa para vestir nuevamente de luto, como el día anterior. Al día siguiente, don Juan Carlos, con uniforme de capitán general –el Gobierno había aprobado el decreto de su nombramiento nada más morir Franco– y brazalete negro en la manga, presidió el responso que se celebró en la Plaza de Oriente y, después, el funeral en la basílica del Valle de los Caídos.
Don Juan Carlos, jefe de Estado en funciones desde semanas antes de que empezara la agonía de Franco, había tomado decisiones muy difíciles sobre un conflicto de gravedad extrema en el Sahara, que lo obligó a desplazarse a la zona en contra del criterio del Gobierno. A esas preocupaciones añadía la preparación de todo lo relacionado con su juramento en las Cortes, que debería ser tras el fallecimiento de Franco y antes de su entierro.
Su inicio como Jefe de Estado sería en un ambiente en el que todo pivotaría en torno a Franco, por lo que don Juan Carlos, con sus asesores y colaboradores, pensó que a la jura ante las Cortes franquistas tendría que seguir un acto acorde para conmemorar su proclamación como Rey y que se iniciaba una época nueva para una España nueva. Una ceremonia a la que tradicionalmente asisten miembros de otras casas reales y jefes de Gobierno de diferentes países. Ese equipo de asesores y colaboradores se inventaron una misa de Espíritu Santo, a la que podrían asistir invitados de primera magnitud que en ningún caso acudirían a los funerales por un dictador.
A los preparativos de esa proclamación se sumó en el último momento, con Franco fallecido, un nuevo inconveniente: se encontraba en Madrid Augusto Pinochet, que había asistido al entierro y a la posterior jura del Rey, y que no había demostrado la menor intención de regresar a Chile al saber que habría una misa de Espíritu Santo en honor del Rey. Don Juan Carlos tenía un doble problema: por un lado necesitaba presencia de importantes dignatarios extranjeros para demostrar ante unos españoles escépticos por un Rey que consideraban franquista, que contaba con el respeto del mundo político internacional; por otro, era preciso deshacerse de Pinochet.
Se puso como objetivo tener a Valery Giscard D’Estaing en la misa, que se celebraría el día 27 para dar tiempo a las autoridades extranjeras a desplazarse a Madrid. El presidente francés era el dirigente más importante e influyente de Europa, pero el Rey conocía su desafecto por España, su prepotencia y su soberbia. No sabía cómo acceder a él y le pidió a su amigo Manuel Prado Colón de Carvajal que se encargara de hacer las gestiones necesarias para que aceptara acudir a la ceremonia
más importante de su inicio de reinado.
Prado no conocía al líder galo pero a través de un amigo consiguió una cita. Cuando se produjo el encuentro en el Elíseo, Giscard lo miró de arriba abajo sin pronunciar palabra y abandonó la sala en la que se encontraba el enviado del Rey. Dos días más tarde lo llamaron del Elíseo para indicarle que sería recibido nuevamente.
Le preguntó Giscard qué quería y le explicó Prado que el Rey le tenía en la más alta consideración y quería que compartiera el acto con el que iniciaba formalmente su jefatura del Estado. Giscard hacía más caso a su perro –que hizo pis en los pantalones de Manuel Prado ante la mirada imperturbable del francés– que al mensajero español, que hacía esfuerzos por no perder la paciencia ni la educación. El presidente pidió trato especial, que Prado le prometió, y sugirió Giscard que le concedieran el Toisón. Le respondió Prado que no era posible porque el depositario del Toison entones era don Juan de Borbón, que no había renunciado a sus derechos dinásticos, y le propuso un desayuno en La Zarzuela con el Rey. Sería el único dignatario extranjero que tendría un encuentro privado con don Juan Carlos. El presidente aceptó aunque Prado no había consultado esa posibilidad con el Rey que, cuando se reunió con Prado nada más llegar del aeropuerto, se mostró entusiasmado con el desayuno con tal de contar con un personaje de tanto peso en Europa.
El problema de Pinochet era delicado. El dictador estaba decidido a acudir a la misa en honor del Rey y no sabía don Juan Carlos cómo decirle que se fuera. Finalmente encontró la fórmula: lo invitó a un encuentro personal en La Zarzuela “como despedida”. Y Pinochet entendió que le estaba mandando directamente a casa, a su país.
La misa de Espíritu Santo contó con una representación internacional jamás vista en España, un país aislado del exterior y que apenas había recibido a más dirigentes que dictadores y al presidente Eisenhower, que fue recibido apoteósicamente con multitudes en las calles madrileñas por donde cruzaría su comitiva. La Casa Blanca no hizo ascos al viaje porque tenía como objetivo concretar una importantísima colaboración militar, con bases norteamericanas en suelo español.
Entre los que acudieron a la iglesia de los Jerónimos se encontraban entre otras personalidades extranjeras el duque de Edimburgo, el rey Hussein de Jordania –que había acudido también al funeral de Franco y era amigo entrañable de don Juan Carlos– el príncipe heredero de Marruecos, el presidente alemán Walter Shell –amigo del Rey–, el príncipe Alberto de Lieja, el vicepresidente de EEUU David Rockefeller, el hermano del Shah de Persia, el primer ministro de Egipto, el hijo del presidente de Túnez y el príncipe Bertil de Suecia.
Un grupo de dignatarios de casas reales europeas y miembros de Gobierno de países de relieve que demostraban que a pesar de que había sido designado por Franco confiaban en un Rey al que creyeron cuando aseguró que pensaba cambiar su país y convertirlo en una democracia plena.
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