Opinión
Eduardo Florido
El estancamiento retórico de García Pimienta
EN este día, como náufragos de la Pascua, todo consumado, necesitamos entrar en el compás de nuestra memoria. En la Iglesia del ex-convento de la Paz y encontrarnos con el lirio desarticulado de tu cuerpo en brazos de la Madre. Como San Juan de la Cruz en su noche oscura, buscando la fuente de agua, también nosotros necesitamos escalar esta montaña santa de tu misterio –Misterio de Dios entregado que nos dona vida y no muerte– para acogernos a tu respuesta. Ante tantas preguntas y realidades que nos hieren. Porque sabemos desde la realidad del sepulcro vacío, que su muerte es nuestra victoria y que su cuerpo descendido y entregado al amor de la Madre, nos habla de Vida.
“Hoy se ha cumplido la Escritura”. Queremos detenernos, en este día de encuentro en sus Palabras, en la ofrenda dialogada que nace del Misterio. La Madre acogiendo al Dios abajado; sus Siete Palabras acogidas, besadas y abrazadas por la pequeña comunidad de sus discípulos en las cuales descansa.
En principio, habita el silencio. El Viernes Santo ha sido testigo de la desintegración de la comunidad de Jesús. Judas ha traicionado incluso a la misma condición de amigo; Pedro ha negado todo un proyecto de vida; la mayoría de sus discípulos han huido. El silencio de la Cruz es la frontera de sus palabras ante el Padre. Aparentemente toda la predicación de Jesús por formar una humanidad nueva parecen haber fracasado. Y entonces, en este silencio de la humanidad –como en otros clamorosos silencios ante nuevas cruces- contemplamos a esta comunidad que lo acoge en el misterio, naciendo a los pies de la cruz. Su madre, queriendo hacerse más cercana si puede en el pesebre que le falta, la levedad de su mano sobre el pecho del Hijo.
¿Por qué ha nacido a los pies de la cruz nuestra nueva familia? ¿Por qué esta montaña santa que forma su cuerpo descendido y los discípulos, nos habla del ‘hoy de Dios’ ante todas las fronteras y despoblados del mundo? Hemos comprendido, subiendo la mirada por la montaña santa de este misterio, como en el vértice está María. Aguardando. Esperando contra toda esperanza. Jesús toma sobre sí toda nuestra hostilidad, todas las recriminaciones que los seres humanos hemos ido acumulando unos de los otros. Precisamente, y eso es parte de la novedad y de la radicalidad de la cruz, en el centro de nuestra adoración se encuentra aquél fue rechazado. Ese es el discurso de la Cruz.
Sus discípulos acogen su cuerpo y al acogerlo, acogen sus palabras. Las tres primeras palabras han manifestado el perdón, la felicidad y el nacimiento de una comunidad. Las siguientes palabras lo son desde la desolación. “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” Jesús abraza esta experiencia de desolación y la comparte. En ese sentido, la experiencia –en este momento- de la ausencia de Dios es trasladada al seno de la vida misma de Dios.
Especialmente en la primera y última palabra, Jesús se ha dirigido al Padre. En el intervalo, guiados por las otras palabras, Jesús se ha ido dirigiendo a nosotros en este misterio de creciente intimidad: como un rey, como un hermano y como un mendigo que pide de beber. Jesús pronuncia sus siete palabras, que encauzan la nueva creación del domingo de Pascua. Y descansa. Estas palabras nos prometen el perdón por todas las violencias cometidas; el Paraíso cuando todo parece estar perdido; el restablecimiento de la comunión rota. Estas palabras nos abrazan en nuestra desolación, nos muestran a nuestro Dios suplicándonos un presente, nos invitan a abrirnos a la perfección del amor y nos prometen un descanso último.
“La Iglesia responde a su vocación y a su misión cuando está presente en las fracturas que crucifican a la humanidad. Justo en esa línea de fractura está la palabra desde la Cruz”.
Todo consumado y todo vuelto a nacer. Comprendimos en esta tarde de cofradías antiguas. De serena cadencia. Lo cerca que estábamos de la ofrenda de la propia vida y lo lejanos de volver a esperarla. Lo que más nos conmueve y lo que más nos destierra de la tierra prometida. Y volvíamos a sentir –en el sepulcro abierto del templo vacío– el sonido de la puerta del templo abriéndose. El sabor de la miel volvía a nuestro paladar seco, después de una Madrugada. Como la magdalena de Proust le trajo todo el tiempo perdido que buscaba. Y volvíamos a escuchar de regreso a nuestras cosas: “No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Porque yo soy el Señor, tu Dios, el santo de Israel, tu Salvador”. Es ya el día de la Pascua. Y María espera en el monte santo de su regazo que la Vida vuelva para acompañarnos siempre.
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