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La IA y la humanización
El martirio es la prueba del amor más grande, el testimonio de fe hasta la entrega de la propia vida, la afirmación absoluta de que lo más importante es Cristo; es el acto supremo de fe en él, no cediendo a las presiones para adorar ídolos vacíos o para seguir valores contrarios a los del evangelio. En los primeros siglos de la Historia de la Iglesia, los tribunales paganos que juzgaban a los mártires pretendían provocar inútilmente la apostasía. El triunfo de los mártires es el triunfo de Cristo. El mártir cristiano no es un héroe dotado de fortaleza especial para consumar un destino trágico; el ideal martirial no es la exaltación de sí mismo, buscando la propia gloria, sino la entrega hasta el final, sin perseguir la propia gloria, sino el triunfo de Cristo.
La Iglesia también ha sido perseguida en momentos de revolución y radicalismo durante la Edad Contemporánea. En el conocido como período de entreguerras, entre la Primera y Segunda Guerra Mundial fue particularmente intensa dicha persecución. De un lado se produjo entonces el auge de las ideologías totalitarias de distinta naturaleza cuyos principios colisionaron con la doctrina cristiana y pretendían su destrucción. De otro, en los modelos liberales y democráticos, el laicismo aceleró su ritmo con la finalidad de procurar una sociedad tan radicalmente secular, que expulsaba de la vida pública toda expresión religiosa dejándola reducida exclusivamente al ámbito de lo privado; de esta manera, la tarea evangelizadora de la Iglesia quedaba en la práctica más prohibida que dificultada.
En España esta situación fue una realidad desde comienzos de los años treinta. Fue un proceso creciente en cuanto a la radicalización. En un principio, al poco de cambiar el régimen político, se atacaron los edificios y obras vinculadas a la Iglesia, como ocurrió durante las jornadas conocidas como “la quema de conventos” en el mes de mayo de 1931, que tan dramática resultó en ciudades como Madrid, Barcelona, Málaga o Sevilla, que revivía acciones del antiguo anticlericalismo callejero como el ocurrido en 1909 en Barcelona. Dichos episodios no cesaron en los años siguientes.
A esta destrucción siguió la aprobación de una legislación laicista que no sólo dificultaba la tradicional acción pastoral de la Iglesia, sino que ciertamente la impedía: supresión de culto y clero, prohibición de la educación católica, medidas contra las órdenes y congregaciones religiosas, en particular contra los jesuitas, obstáculos a las manifestaciones públicas del culto católico, cuya autorización se reservaba la autoridad civil, secularización de los cementerios, y otras. Pero más allá de esta legislación general, el mayor radicalismo se hizo patente cuando las autoridades locales aplicaron estas disposiciones, en ocasiones de modo ilegal, y de modo arbitrario en no pocos casos, pues en ocasiones se prohibía en Cazalla de la Sierra lo que en Sevilla estaba permitido, por poner un ejemplo.
En la Guerra Civil se incrementó la persecución de las personas vinculadas a la Iglesia (sacerdotes, religiosos, seminaristas y, también, laicos comprometidos) de la que resultará la abundancia de mártires que se han beatificado hasta la fecha, a los que se sumarán los de Sevilla. Se les sacrificó por odio a la fe. Después de todo lo sufrido con anterioridad y antes de llegar a su calvario particular, muchos de ellos transitaron además por un auténtico vía crucis de persecución, encarcelamiento, torturas y maltratos, aceptado con resignación, que finalmente concluyó con su muerte.
En ese contexto histórico hay que inscribir la beatificación en Sevilla de los veinte nuevos mártires: diez sacerdotes, un seminarista y nueve fieles cristianos laicos, una mujer y ocho hombres. Más allá de su condición de sacerdotes o fieles laicos; de la posición social de sus progenitores o de ellos mismos (propietarios, empresarios, profesionales, artesanos, obreros); de su cultura y formación académica; de su lugar de nacimiento (Granada, Cádiz, Huelva y, sobre todo, Sevilla; de su edad, desde los más jóvenes como el seminarista de 19 años, y el joven abogado de Marchena que preparaba sus oposiciones; los de mayor edad, como el coadjutor de Utrera, y la única mujer, feligresa en Constantina; del lugar de su martirio (Guadalcanal, Cazalla de la Sierra, Constantina, Lora del Río, El Saucejo, Marchena, Alcalá de Guadaira, Utrera, Huelva, Málaga y Sevilla); y de cualquier otra consideración, a todos les es común una única condición: el haber sido asesinados exclusivamente in odium fidei y no por otra circunstancia, como queda acreditado durante la instrucción de la Causa, fruto por tanto de la persecución religiosa padecida, que culmina con la muerte martirial de todos ellos entre el 17 de julio, el laico Agustín Alcalá Henke, de Alcalá de Guadaira, y el 31 de agosto de 1936, Rafael Machuca, coadjutor de Santa María de Estepa.
Damos gracias a Dios por el testimonio que nos han dejado estos hermanos nuestros. Su ejemplo es una llamada a vivir la fe, la esperanza y la caridad con hondura, con profundidad, con coherencia; una llamada a vivir la dimensión martirial de la vida cristiana, a dar testimonio de Cristo en nuestros ambientes con la palabra, y sobre todo con el ejemplo de vida; una llamada al perdón, tan difícil para el corazón humano. Ellos vencieron al mal con el bien, vencieron al odio con el perdón, vencieron a la violencia con la misericordia. Ellos son los auténticos profetas del perdón; una llamada a la convivencia, a la reconciliación y a la paz. Ellos son los mensajeros siempre actuales de la reconciliación y de la paz en el mundo.
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