El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
Recuerdo, siendo adolescente, ir caminando a media tarde por el barrio y quedarme detenido delante de un bar impactado por el silencio atronador del interior. Todos los parroquianos en la barra girados hacia el televisor, en silencio y con atención máxima: estaba hablando Julio Anguita desde el estrado del Congreso. Julio era respetado por afines y muchos ajenos, pero, sobre todo, era un orgullo de clase. Su nombre era citado con alarde en las conversaciones de las familias trabajadoras, en la barra del bar, en el centro de trabajo. Era y siguió siendo la impertinencia del pueblo frente a los poderosos. Lo hacía con pedagogía, derrochando cultura y con un glosario inalcanzable, en muchas ocasiones, para sus oponentes de debate. La satisfacción íntima de tantas personas sencillas cuando le veían desnudar con la palabra la hipocresía de los mandarines del poder era la muestra de cuánto elevaba la conciencia y la mirada de los humildes, del pueblo sencillo del que formaba parte.
Era carismático hasta en el perfil caricaturesco labrado por editoriales y medios incómodos con su protagonismo, porque era imposible ocultar su brillantez intelectual, sus nobles convicciones, su ejemplaridad moral y su incansable compromiso con la justicia social.
De su dilatada trayectoria se pueden extraer innumerables enseñanzas y aciertos (muchos, por desgracia, descubiertos por muchos demasiado a posteriori) en una vida militante hasta el final. Como decía un amigo, “la militancia es un motivo exultante de vida”. Julio fue un ejemplo de ello.
Quizá una de sus mayores cualidades era su clarividencia política. Sabía, como nadie, leer correctamente el momento histórico e interpretar el estado de la lucha de clases. Por eso sus opiniones eran una indicación ineludible ante cualquier rubicón.
Deja una caja de herramientas para quienes quieren transformar la sociedad de la que destacaría algunas de ellas. La primera es su apelación constante a la verdad. Decía la verdad, aunque fuera incómoda o escociese a quienes pretendía convencer. Era un aldabonazo ético en nuestras conciencias cargado de voluntad de acción. Tenía muy presentes las palabras de Gramsci: “decir la verdad es siempre revolucionario”.
La segunda es su apelación a la unidad de los de abajo y de sus organizaciones sobre la base de un programa político. Siempre alentó, desde su lucha antifranquista hasta el momento presente la unidad popular, con confluencias sólidas en tanto estuvieran articuladas sobre un programa político claro y alternativo. Programa, programa, programa. Para confluir, para acordar y para transformar.
La tercera es su llamada a la organización popular. Siempre le preocupó la atomización de la sociedad neoliberal y el extremo individualismo que hace creer que ante problemas colectivos hay soluciones individuales. No en vano, persistentemente aportó al colectivo, hizo de puente, vertebró ideas entre personas distintas y militó en el partido. Siempre sin sectarismo.
La cuarta es su ejemplaridad moral. Instaba a ser coherentes entre lo que se dice y lo que se hace y con su ejercicio enervaba a sus detractores. Solo por eso debiéramos seguir su ejemplo con ahínco y hacer valer la austeridad como principio revolucionario.
Su impronta en tanta gente de bien y en personas comprometidas con la justicia social lo convierten en una figura histórica indiscutible. Se ha ido un gigante a cuyos hombros se han subido los humildes para trazar horizonte.
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