Los usos inapropiados del Alcázar de Sevilla
Inditex, a cubierto del chaparrón
el poliedro
Para las empresas, la Bolsa es un mercado útil en el que, como en todos, el juego de oferta y demanda es imperfectoEra previsible que la caída tardaría pocas horas en recuperarse: cuando algunos recogieron su red
Para una empresa, lanzarse a Bolsa poniendo a la venta pública parte de sus acciones tiene ventajas: incrementa su capacidad de obtener financiación, y con ello, de crecer, siempre y cuando los inversores crean en el proyecto, o sea, esperen obtener beneficios a corto, medio o largo plazo con la compra de sus títulos. Si eso resulta ser así, la dependencia bancaria de la compañía se diluye al tener nuevos financiadores, ahorradores anónimos y fluctuantes que no cobran intereses, sino que esperan dividendos: la hace más libre. La empresa gana imagen y prestigio en sus mercados e institucionalmente, lo cual puede constituir una fuente de beneficios: contratos, seguridad, asociaciones temporales, mejores condiciones de aprovisionamientos, nuevos clientes. Los accionistas originales ganan liquidez, o sea, libertad: pueden vender si alguien le ve la punta a comprar sus acciones y obtener rentabilidad; salirse de la empresa cuando deseen, con mayor o menor ganancia o pérdida, sin verse abocados a aguantar sine die su participación en el capital de la compañía. Otro tanto sucede a los nuevos accionistas.
En la parte del riesgo, someter la propiedad de un negocio a la bolsa tiene costes, y mantenerse en ese mercado también los tiene. La empresa deberá mantener una imagen que sustente su atractivo, y eso la suele llevar a primar el corto plazo, y no el largo, el de la supervivencia en el tiempo de la propia cotizada. Tal cortoplacismo puede mermar los resultados futuros. El control de la cotizada se diluye, y puede ser comprada en parte por la propia competencia o por especuladores, esto es, inversores cuyo compromiso con la empresa se limita a ganar dinero -algo no ya lícito, sino consustancial a las sociedades mercantiles, que para eso nacen y viven, para obtener y repartir dinero a sus dueños: eso significará que sus gestores lo hacen bien.
Esta semana, con el anuncio del relevo -destitución pactada- del CEO y presidente Pablo Isla, la gran empresa española Inditex ha visto cómo sus acciones suben y bajan en veinticuatro horas de una forma irracional, por causas ajenas al valor del grupo gallego. Se tiene, con razón, a la rutilante estrella corporativa del enorme empresario gallego Amancio Ortega como empresa 'familiar', porque la familia Ortega, en segunda generación, ostenta lo que se da en llamar una participación de control (de control de las decisiones del consejo de administración). Y apabullante: el fundador, de forma personal o por sociedades controladas por él, posee casi el 60% de las acciones. Por comparar, en otras empresas globales con miríadas de accionistas dispersos en bolsa, puede bastar con un 5% para acometer y deshacer estrategias: la familia Botín no llega al 1% de las acciones del Santander.
No hace falta ser un analista de bolsa para haber tenido claro que el anuncio del cambio en la cúpula directiva de Inditex el pasado miércoles -cayó un 6,1% el valor de sus acciones- iba a verse seguido por un rebote técnico: el jueves recuperó buena parte de esa caída, un 4,5%. Casi todo. En ese trayecto, los mejor informados soltaron la liebre de la incertidumbre con ventas oportunas. Pequeños accionistas -ahorradores del llamado capitalismo popular- y los fondos de supuesta racionalidad vendieron asustados o inducidos por sus asesores, y los pescadores con información fina y capacidad de inducir al mercado ganaron en río revuelto: compraron barato, en 24 horas. Parece claro que Inditex no peligra porque la hija de Ortega, Marta, de forma más o menos ejecutiva asuma la presidencia. El cambio no afecta a las operaciones ni al futuro del grupo -sea éste el que sea, ante la alargadísima sombra de los Amazons-. A fin de cuentas, la bolsa es un mercado. Con su parte de juego.
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