La ventana
Luis Carlos Peris
El nepotismo se convierte en universal
A un mes de que los vascos elijan su nuevo Gobierno, los dos partidos abertzales -PNV y Bildu- llegan muy igualados y sumando más del 70% de los votos. Los grandes partidos presentan candidatos nuevos, menos conocidos, lo que influye también en la dificultad de predecir resultado. Eso dicen las encuestas, que vaticinan las elecciones más apretadas en mucho tiempo e incluso la posibilidad de un vuelco a favor de Bildu por primera vez.
Han tenido que pasar trece años de la desaparición de ETA para que tenga opciones de ganar la izquierda radical que hereda la posición y amplía los votos de la que fue brazo político de ETA, aunque hoy ya no sea exactamente lo mismo. Una izquierda abertzale que engancha a los jóvenes hablándoles de alquileres baratos, educación, derechos, cambio climático y posicionándose contra la ultraderecha, y no prometiéndoles el paraíso vasco. Hoy tienen opciones de gobernar sin que los pistoleros agiten el árbol cuyas nueces recogió durante años el PNV en vez de sus correligionarios en las instituciones.
Hay un dato paradójico: el crecimiento del espectro electoral nacionalista no redunda en un mayor deseo de independencia entre los vascos, que se sitúa en el entorno del 13% al 18% de los encuestados, según diferentes institutos de opinión. Ni siquiera entre el electorado del PNV y Bildu es la primera preocupación. El apoyo a la independencia de los votantes de PNV y EH Bildu ha bajado 30 puntos en diez años, según el último Sociómetro vasco. Ese es el nivel de la caída en una comunidad donde pierde fuelle la idea del soberanismo. Ni siquiera son capaces de pactar un nuevo estatuto: tres legislaturas llevan en ello sin avances notables.
A Íñigo Urkullu, el hermano mayor de la hermandad del pragmatismo y la discreción, descabalgado por su partido tras doce años como lehendakari, le ha tocado gestionar el nacionalismo vasco en los años en los que sus colegas catalanes se convirtieron en el buque rompehielos del independentismo y justo cuando ETA desaparecía y los vascos empezaban a explorar cómo se curaban de las heridas del terrorismo.
Siempre dijo Urkullu que no era el momento de la independencia por varias razones. Porque no tenía mayoría social y sabía que empeñarse en un proceso de autodeterminación hubiera supuesto fragmentar a la sociedad vasca originando una puigdemonada. Era consciente de que habría sido un fracaso seguro en sus aspiraciones políticas y que habría tenido un nefasto impacto social. Que no tocaba, sostenía Urkullu, porque los vascos estaban en otra cosa más profunda y trascendente: aprender a vivir sin una banda criminal en sus vidas, andaban tratando de suturar cicatrices e intentando aprender a convivir entre ellos con un relato pactado de lo ocurrido colocando a las víctimas en el centro del proceso. Decía que no porque no tenía aliados políticos, la extinta Batasuna no era compañera viable de camino. No, decía, porque sabía que una hipotética independencia no iba a conseguir mayores ni más más interesantes competencias de las que ya tenía, incluyendo el concierto económico. Y porque entendía que aquel proceso les hubiera llevado a salir de la UE e ipso facto ponerse en una cola para entrar en la UE, un juego del absurdo. Eran argumentos racionales. Pero es la diferencia que marca un líder: con los mismos datos y la misma coyuntura, otro lehendakari habría metido al País Vasco en el mismo lío en el que se metieron los independentistas catalanes y en el que casi los mete Ibarretxe años atrás.
El lehendakari vasco que sólo sabía cocinar tortillas a la francesa, con su triste gesto congénito, el hombre de discurso plúmbeo y mirada grave nacido en un barrio obrero de Baracaldo, salvó a los vascos de sí mismos. Se centró en cerrar los desaguisados económicos heredados de la crisis de 2008 y navegó doce años sin ruido. Ojalá hubiera más aburridos en la política española.
El independentismo para los vascos es hoy algo que ni está ni se le espera, aunque la idea no se borre del imaginario colectivo. Es antes una aspiración sentimental de muchos que un proyecto político con fecha y hoja de ruta. El origen del nacionalismo vasco es muy antiguo en su concepción y turbio en su exposición. Pivota en torno a la figura histórica de Sabino Arana, un ex carlista, xenófobo, integrista católico, que apostaba inicialmente en su Juramento de Larrazábal por la independencia de Vizcaya. Esculpió en Sabin Etxea el emblema oscuro de su ideario: "Dios y ley antigua".
Esas son las raíces sobre las que ha crecido un nacionalismo adaptado a los tiempos pero de origen tenebroso, profundamente antiespañol. Un nacionalismo que se basa en que el pueblo vasco procede directamente de un nieto de Noé y que habla una lengua que fue traída expresamente desde el paraíso y se mantiene pura, sin desviaciones ni contaminaciones, que, por cierto, es lo peor que le puede pasar a una lengua. Una ideología que abjuraba de los maquetos (inmigrantes españoles) por ser lo peor que le podía pasar al pueblo vasco. Resulta curioso que una ideología hija de una coyuntura muy determinada -desaparición del antiguo régimen, el liberalismo y el laicismo emergente, la revolución industrial…- y de la mirada torva del ideólogo padre, en vez de desaparecer cuando cambian las circunstancias y el mundo se moderniza, permanezcan -lógicamente, adaptadas- y aspiren a construir su propio mundo pequeñito e irrelevante desde esos presupuestos políticos y morales.
Sin embargo, esa aspiración emocional está en los discursos y en las propuestas, en la retórica y en algunas tribunas cargadas de RH positivo, en algún programa electoral y en los renglones torcidos del credo aranista, pero no está en la realpolitik. La independencia es un grito desgarrado en el Aberri Eguna para abueletes con txapela, una herramienta más en la caja de sacar provecho en Madrid. Un discurso con la boca pequeña y con menos apoyo que nunca aunque siga en la habitación por los siglos de los siglos.
Hay una gran diferencia entre territorios: el País Vasco (4,65% de la población de España y el 5,94% del PIB nacional) no es sistémico para el conjunto del Estado a diferencia de Cataluña (16,41% de la población y el 19% del PIB), que sí lo es. Desaparecido el terrorismo, ocupa y preocupa menos el País Vasco que Cataluña. El asunto es que si Bildu se hace con el Gobierno el panorama puede cambiar, aunque algunos notables empresarios vascos relativizan el rol que jugaría la izquierda abertzale en ese sentido. No se les ve asustados.
Lo que sabemos hasta ahora del paso de la izquierda abertzale por las instituciones es que cuando gobernó fue un desastre. La echaron de los gobiernos por mala, por no saber gestionar, no por otra cosa. Sirvió para romper el maleficio. Ahora, trece años después de desaparecer ETA, pueden ser los más votados. Está por ver, como está por ver qué hará el PSOE con un resultado venenoso que le pudiera colocar en la tesitura de apoyar un gobierno de Bildu en correspondencia con los apoyos de Madrid. Enredo mayor no cabe. Hasta hace unos años nadie se habría planteado que esta era una hipótesis real. Ni por el crecimiento de Bildu extramuros de la marginalidad ni por los pactos del PSOE. Hoy nada es descartable, aunque preventivamente conviene advertir del efecto pernicioso para los socialistas. Son las consecuencias de jugar en tantos tableros y cada cual más complejo. Mamá o papá: PNV o Bildu. Y después a esperar posibles consecuencias en Madrid. Y después las catalanas y las europeas. Bonita primavera la de 2024.
Aunque aquella comunidad parezca un espejo de desarrollo industrial, de empresariado pujante y de teóricos buenos números en todos los desempeños económicos, la realidad está bien lejos y esa es la preocupación que comparten académicos, analistas y empresarios. La principal empresa vasca es el PNV. Partiendo de ese principio, se entiende el resto de un vistazo. La dependencia institucional en un territorio que gestiona pingües presupuestos gracias a sus privilegios fiscales ha marcado el devenir de Euskadi hace años.
Hay un principio de incertidumbre sobre el futuro que se evidencia en los datos de Confebask (la patronal vasca) y Eustat (el Instituto Vasco de Estadística) relacionado con la natalidad: el índice de nacimientos está en cifras de la posguerra del siglo pasado. En una comunidad de algo más de dos millones de habitantes, menos de 15.000 personas nacieron en 2020 y el 30% de ellos eran de madre extranjera. La fuerza de los hechos siempre nubla el sueño de la pureza. Desde 1980, la población vasca sólo ha aumentado en un 2,6% frente al 27% de España e incluso del 47% de Madrid. Prácticamente, las tres provincias vascas pierden vecinos y el declive demográfico es la primera amenaza.
Sin relevo generacional no hay futuro posible. En los últimos 20 años hay 92.000 personas menos trabajando y la población dependiente se ha incrementado en 200.000. Otro dato desalentador: 675.000 trabajadores se van a jubilar en tres décadas sin gente suficiente para sustituirlos en el puesto de trabajo. La combinación de una de las natalidades más bajas del planeta y un envejecimiento creciente es un cóctel imposible de resolver salvo con políticas estratégicas urgentes que rindan a medio plazo: necesitan 400.000 personas en treinta años. Una repoblación en toda regla, que bien hilada, podría resolver problemas del conjunto del país incluida parte de la inmigración e incluso a muchos maquetos.
Pero mientras, la perspectiva actual es nefasta: habrá menos contribuyentes y la región bajará peso económico en el conjunto del país. En 2050, su PIB habrá retrocedido a porcentajes de 2006. Serán 44 años de marcha atrás. Así, el Estado de bienestar puede terminar siendo utópico. No están para mucha pureza e independencia nuestros vecinos del norte, aunque igual aún no se han quitado las orejeras: el plan de modernización del euskera prevé que en las oposiciones publicas algunas pruebas sean exclusivamente en euskera, una lengua que sólo el 14% de los vascos utiliza más que el castellano. Muchos jóvenes se marchan a trabajar fuera del País Vasco al no ser vascoparlantes y entender que tienen menos oportunidades en su tierra de origen, estando además muy lejos de compartir ideas identitarias. Ese error histórico: el euskera como patrimonio cultural es valioso y merecedor de ser conservado y difundido, pero como herramienta funcional es un desastre ineficaz y absurdo en un mundo dominado por el inglés, el chino mandarín y el español.
El cuadro incluye otras informaciones que lo agudizan. Prácticamente, ninguno de los grandes empresarios vascos han surgido en los últimos 20 años. El absentismo laboral es del 9%, el más alto de toda España. La región concentra casi la mitad (46%) de las huelgas que se celebran en toda España, dada la estrategia de los dos sindicatos mayoritarios: LAB (históricamente asociado al PNV) y ELA (el sindicato aberzale), que además instrumentalizan políticamente cada protesta laboral. Algunos de los productos de sus dos principales aportadores fiscales (Iberdrola, en menor medida; y Petronor) están seriamente amenazados por el cambio climático: ambas aportan 1.500 millones anuales a las haciendas vascas (el 12% de todos los ingresos fiscales vascos), incluyendo IVA, impuestos especiales, impuesto de sociedades, etc, y eso pese a que los sindicatos denuncian que las exenciones fiscales regionales los sitúan muy por debajo de su tributación objetivable.
No. No tiene buenas cartas el País Vasco pese que habitualmente se confunde con una Arcadia feliz y próspera. Encerrarse en sí mismos sería la peor de las soluciones. Malos tiempos para el independentismo, aunque el nacionalismo vaya a arrasar electoralmente.
El fin de la inocencia
La sociedad europea -y no digamos la española- está despertando súbitamente del sueño plácido de la paz. Estaba tan asumida la idea de que la UE nos blindaba de cualquier guerra, tan extendida la creencia pueril de que ningún político sería tan irresponsable como para pulsar un botón rojo nuclear y tan interiorizado el análisis de que con la caída del muro de Berlín y la desaparición del bloque del este nos habíamos quedado sin enemigos, que ahora vivimos un despertar amargo. En un país dominado por la ignorancia y el desprecio a las políticas de defensa se reciben con alarma los mensajes que llegan desde todas direcciones: el propio presidente del Gobierno (recibiendo y apoyando a la industria de defensa en Moncloa), la ministra de Defensa, desde la OTAN o del presidente de Polonia, Donald Tusk, advirtiendo de que estamos en una época de preguerra. Ucrania –dos años de guerra ya-, Gaza, China siempre ahí, o la posible victoria de Trump le han dado una patada a tablero. El republicano -sólo el hecho de que su reelección sea probable inquieta- ya ha advertido de que a aquellos países que no inviertan el 2% del PIB en Defensa (España gasta el 1,4%) les pueden dar por donde quieran que la OTAN no los socorrerá. Recuperar el tiempo perdido es difícil, pero urge operar un cambio en la cultura colectiva del país. A la fuerza ahorcan, desgraciadamente.
Junts se agrieta y llega la ultraderecha indepe
A Junts se le ha abierto un boquete con la candidatura de la alcaldesa de Ripoll, Silvia Orriols, para presidir la Generalitat. Aunque el mal de Junts parezca un bien colectivo, resulta pernicioso que al debate público salte un personaje como Orriols, una independentista de ultraderecha: discurso antislámico, xenófoba, narrativa puramente identitaria, una política que apela a "restituir el Estado catalán" como si tal cosa hubiera existido alguna vez, y que defiende que los recursos "de los catalanes vuelvan a ser de los catalanes". Lo peor de lo peor, pero al cuadrado. Ya le arrebató Ripoll a Junts y las bases más jóvenes de Junts -que llaman a Puigdemont "vendedor de elixires"- se están pasando a su candidatura. Otro boquete para la política catalana.
Vox se impone al PP contra la memoria histórica
Vox ya ha conseguido que los gobiernos de coalición con el PP en Valencia y Aragón borren de su ordenamiento las normas relativas a la ley de la memoria histórica. Ahora le toca a Castilla y León, Extremadura y Baleares. Éxito de Abascal, que impone al PP el discurso duro contra la ley, aprobada en 2007 con los votos en contra de los populares, que estarán incómodos por la evidencia de que su poder está intervenido por Vox pero relativamente confortables con cargarse un texto legal en el que nunca creyeron. El Gobierno lo recurrirá en el TC, pero a Vox le interesa más el ruido, retratar al PP como el partido blandengue, y la defensa de sus guerras culturales que la eficacia de sus contramedidas. Esta mano ya la ha ganado, llevando a rastras al PP, que suele posicionarse en contra de leyes contra las que vocifera pero que después no deroga e incluso utiliza con desmedido afán.
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