Salud sin fronteras
La IA y la humanización
Rompe la prisa de lo cotidiano la ceniza anunciadora de la reconversión del espíritu. La señal gris de la cruz delata la cercanía del momento, rotundo y cierto.
En este tiempo de espera, la preparación y el barullo empañan el encuentro íntimo con el vencedor de la muerte, cuando la única razón de esta semana efímera es la toma de consciencia de que lo fugaz somos nosotros.
Es el frío del corazón y la piel, quien hace necesaria la búsqueda de rincones y momentos en los que huir del vacío, de la soledad que produce el misterio de la muerte cierta y la duda. Un lugar donde encontrarse con Él antes de perderlo de vista tras cualquier esquina de esta ciudad transformada por la ensoñación que produce la luz de los ciriales.
Y lo encontré y lo sentí.
No hizo falta esperar al olor de incienso ni el silencio de quinario. No apareció entre túnicas planchadas ni brillante plata. No se coló entre los respiraderos barnizados ni en la brisa del atardecer.
La verdad del Amor se asomó entre rejas de clausura, en la soledad buscada de atrio marmolado, en la sencillez de un patio, en la sutileza y la calma.
Me habló en las limpias miradas, en las bondadosas manos de azúcar y miel, en los rostros serenos que nada ocultan y todo dan. Amor actual y vivo que regalan esas inteligentes mujeres conocedoras de nuestras miserias. Elegidas del Señor que brillan bajo sus hábitos almidonados e impolutos.
Son custodias vivas del ejemplo de Jesús, discretas siervas que nos desvelan la Verdad desnuda y transmiten la alegría de la Resurrección con sus actos, sencillos espejos de misericordia, alejados de lo superfluo y banal.
Y allí estaba Él, entre hábitos de luz de valor infinito disipando las tinieblas de la duda, anunciándome con humildad que el tiempo del Perdón es el hoy y el ahora.
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