El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Tribuna Económica
El sistema financiero europeo sigue fragmentado. A falta de un seguro público de depósitos europeo -el tercer pilar de la Unión Bancaria europea-, la banca sigue condicionada territorialmente: un euro depositado en un banco alemán está más seguro que si se encuentra depositado en un banco español o italiano. La otra vía, la directa, la de los mercados, está igualmente fragmentada. Abrirlos y armonizarlos para que funcionen más y que trasciendan las fronteras nacionales es también desde hace años uno de los objetivos prioritarios de la Comisión europea. Ahora, se quiere que la transición verde sea la oportunidad para profundizar en esta Unión de los Mercados de Capitales.
Por eso apostó hace unos días la presidenta del BCE, Christine Lagarde. Lo hizo con una analogía: la enorme cantidad de financiación que requirió el desarrollo del ferrocarril en EEUU fomentó -con los bonos ferroviarios- el desarrollo e integración de su mercado financiero: "Los ferrocarriles terminaron uniendo no solo los rincones más alejados de la unión, sino también sus mercados de capitales". Del mismo modo, la revolución verde puede cumplir esa función.
Las cifras de las necesidades de financiación que se van a precisar son apabullantes: 330 mil millones de euros cada año hasta 2030 para lograr los objetivos climáticos y energéticos. Para los gobiernos, los mercados serán clave para financiar los grandes proyectos. Italia, Alemania, Francia o Bélgica ya han emitido en verde, y España lo hará este año. La Comisión Europea colocará en breve 225 mil millones en bonos verdes y se convertirá así en el mayor emisor verde del mundo. Y la lista de empresas privadas no deja de alargarse.
El problema es que esta explosión de las finanzas verdes llega con los deberes sin hacer. Desde que en 2013 empezaron a brotar bonos verdes se reclama transparencia y armonización internacional para eliminar el riesgo de greenwashing. Definir qué es verde no resulta nada fácil. Y ahora hay mucho en juego, porque determinará qué actividades pueden acogerse, por ejemplo, a la financiación verde que emitirá Bruselas en el marco del fondo Next Generation EU. También significa poder captar el interés de numerosos inversores institucionales cada vez más implicados en estas cuestiones.
En abril, la comisaria europea, Mairead McGuinness, presentó, trece meses después de la primera versión, un segundo borrador de una taxonomía verde, esto es, una relación de actividades económicas, y las reglas que deben cumplir, para ser consideradas ecológicas. Las presiones ejercidas sobre esta clasificación son enormes. Cada uno quiere arrimar el ascua a su sardina. Alemania quiere incluir el gas natural; Francia y Chequia, la tecnología nuclear. Finlandia y Suecia han conseguido que se incluyan los combustibles bioenergéticos de la silvicultura, lo que ha provocado que Greenpeace se lleve las manos a la cabeza.
Y el caso es que no sólo resulta esencial para mejorar y potenciar la Unión de los Mercados de Capitales europeos que todo esto esté claro, sino que está en juego mucho más. Como dijo McGuinness, la transición verde contribuirá a que Europa salga del rojo en el que se encuentra.
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