La ventana
Luis Carlos Peris
Perdidos por la ruta de los belenes
Fernando III, el Santo, rey de Castilla (1217) y León (1230) murió en la ciudad de Sevilla el 30 de mayo de 1252 en loor de santidad. Una santidad de proyección muy popular –y básicamente sevillana– aunque en parte gestionada por el propio poder político y áulico castellano. Pero también confesada por parientes, nobles, cortesanos, súbditos, –clérigos y laicos– europeos de su tiempo que lo conocieron y trataron en vida, incluso por su vasallo el rey de Granada Muhammad I, quien lloraría amargamente la muerte de su señor por todo el reino nazarí. El monarca que reintegró las ciudades de Sevilla, Córdoba y Jaén a la civilización cristiana, europea y occidental fue ya enjuiciado como santo por la propia Iglesia castellana apenas un año después de su defunción, según el obispo de Segovia Raimundo de Losana, fiel confesor del monarca.
Y un siglo más tarde, la obra cronística de su nieto, el llamado infante don Juan Manuel, se encargaría de expandir y difundir las virtudes cristianas de su abuelo como “caballero de Cristo” por toda Europa occidental, llegando incluso sus bondades morales, políticas y sobre todo militares, como rey de toda España, al lejano monasterio inglés de St. Albans, cerca de Londres. Ahora bien, la pretendida santidad nacional del rey conquistador de Andalucía, vinculada al carácter público de la cruzada contra el Islam hispánico y la expansión de la fe, casi nunca fue segundada oficialmente por el papado medieval de entonces, receloso –como bien señala mi colega Carlos de Ayala Martínez–on cualquier declaración religiosa y política que no partiera de la iniciativa privada pontificia y romana. Y eso no era beneficioso porque no olvidemos el regalismo generalizado del rey de Castilla y León y sobre todo la vinculación familiar, por su matrimonio en 1219 con la princesa Beatriz de Suabia, de Fernando III con el célebre emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico II Hohenstaufen quien había sido excomulgado por pontífices, ávidos de poderes laicos y universales, como Gregorio IX e Inocencio IV.
Pero en la Península Ibérica, cuando en 1230 Fernando III se convirtió ya en rey de León, la vieja idea imperial de tradición leonesa se abrió paso entre los consejeros del monarca. Estas consideraciones debieron ser expuestas en más de una ocasión en el entorno cortesano del joven rey castellano-leonés. La recuperación de la unidad perdida y los recientes éxitos militares en Andalucía animaron la sugerencia de intentar resucitar el antiguo Imperium Hispanicum leonés. Y ese paso se dio o, por lo menos, se intentó dar. Al final del encendido elogio que de su padre hizo en el libro llamado Setenario-2 escrito en Sevilla, antigua casa y morada de los emperadores, según el rey Sabio- Alfonso X deja caer, como de pasada, esta sorprendente afirmación: “En razón del imperio, [el rey don Fernando] quisiera que fuese así llamado su sennorío e non regno, e que fuese él coronado por emperador segunt lo fueron otros de su linage”.
¿Qué le faltaba a un rey cristiano, con fama de santo, pacificador, conquistador y unificador de reinos, como Fernando III, para expresar su dominio sobre al-Andalus y su preeminencia sobre los otros reyes cristianos peninsulares? Evidentemente, como bien señala mi maestro el profesor Manuel González Jiménez- el título de emperador.
Según el cronista e historiador cisterciense Alberico de Troisfontaines en 1234 “Fernando, rey de Castilla, presentó ante la Curia romana una petición en la que manifestaba que deseaba tener el título de emperador y recibir la bendición, tal como lo habían tenido algunos de sus antecesores”. La respuesta del papa Gregorio IX fue, seguramente, negativa o, por lo menos, dilatoria. Lo que menos convenía entonces al papado, envuelto en una dura pugna con el emperador Federico II, era bendecir la restauración o la creación de un nuevo imperio en España. Pero lo que rey castellano-leonés reclamaba era el primitivo título imperial hispánico; si bien nunca llegaría a intitularse oficialmente emperador de España. En cualquier caso, el recuerdo de esta pretensión pervivió durante mucho tiempo. Años después sería legítimamente retomada en 1257 y hasta 1275 por su hijo Alfonso X, el Sabio, de cuyo nacimiento en Toledo se cumplirá el próximo 23 de noviembre de 2021 ocho siglos.
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