La ventana
Luis Carlos Peris
Perdidos por la ruta de los belenes
Lo llamamos Inglaterra, como seguimos diciendo aquí Holanda en vez de Países Bajos. En realidad, la denominación oficial de la Islas, sus colonizaciones históricas en Irlanda o en la cercana Gibraltar, más, por supuesto, Escocia y Gales, además de sus overseas -ultramar- es Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, según reza en los pasaportes. Sin embargo, la realidad de sus influencias políticas y de sus engrasadas relaciones comerciales globales responde a un pasado imperial y colonialista como los que ningún otro país o nación haya nunca conocido, con permiso de España en otros tiempos, ya lejanos. En supuesta decadencia, sigue siendo el Reino Unido una metrópoli. Sin mayores complejos, su monarquía es reconocida como propia -aunque sea simbólicamente- por muchos países de primer orden, vale decir Australia, Sudáfrica o Canadá, más muchos otros (Chipre, por ejemplo). El rey o la reina de Inglaterra son asumidos como monarcas de esas repúblicas: una paradoja sumamente pragmática.
La clave se llama Commonwealth of Nations, que oficialmente aquí se traduce como Mancomunidad de Naciones, pero cuya etimología contiene una alta connotación económica: Riqueza Común de Naciones, un concepto pionero. No en vano, el imperio británico se extendió por la fuerza de las armas y las bases comerciales a lo largo y ancho del planeta, pero estuvo inequívocamente orientado a alimentar de materias primas a la gran máquina del sistema de producción capitalista que nace precisamente en Inglaterra, de la mano de la industria textil y ferroviaria. Dame materias primas baratas y conseguidas con sometimiento, y te daré manufacturas caras de vuelta. En una suerte de coincidencia, los economistas clásicos son mayormente ingleses -escoceses, más bien-, e idean sus teorías al tiempo que el Imperio Británico se enseñorea del mundo desde el siglo XVIII. ¿Y hasta hoy? Valga proponer que sí: el corazón financiero de la Tierra está en Londres. Ni siquiera el Brexit ha dañado al Reino Unido, por mucho que tras esa espantada auguráramos ruina a un país que -no es moco de pavo- ostenta la lingua franca en los continentes: para hablar de negocios o de ciencia o tecnología, el mundo habla en inglés; una ventaja competitiva descomunal, una prueba del éxito. Estados Unidos es hija de Inglaterra, y ya casi todo queda dicho.
Anteayer murió Isabel II, reina de Inglaterra y de muchos más sitios. Mientras, en este extraño país hemos dedicado en estos días todos los espacios de comunicación a su figura, con un afán que huele a novelero. Y a olvidadizo: España siempre ha sido rival y hasta enemigo de Inglaterra, y viceversa. Pero allá cuidado; cuántos arrobados y arrobadas se han declarado devotos de la difunta y le han rendido homenaje desde el jueves, aunque sea por su estética dudosa, por su perseverancia y carácter ejecutivo en un cargo meramente representativo, por no decir que por la naturalidad de la pompa y circunstancia impresionantes de la Corona británica. La serie The Crown, extraordinaria, ha sido un gran activo de marketing nacional y una palanca de legitimación para la figura de esta mujer que reinó 70 años. Y su figura era su país: de eso se trata en la monarquía a día de hoy. De representar. Que no es poco.
Ser republicano es algo sencillamente natural; incluso ser nacionalista lo es, como enarbolar banderas de terruño. Digo esto porque los antimonárquicos españoles y los independentistas irredentos que ofenden sin pena al vigente rey Felipe VI -un hombre valiosísimo para el país- no se han enterado de que hay que tirar para adelante de la mejor manera posible. Apoyando a las instituciones, y no despreciándolas ni menoscabándolas con cegarruta pose. Al menos, mientras constitucionalmente rijan. Dios salve al Rey.
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