Opinión
Eduardo Florido
El estancamiento retórico de García Pimienta
Nunca como en estos días nos son devueltos los cielos perdidos por una tierra nueva y un cielo nuevo. Los balcones que se abren al paso de la cofradía, los territorios huérfanos del calor de sus devociones son reencontrados por aquellos que en otra etapa fueron felices ahí donde quisieran volver siempre.
La mano oferente y adelantada para arribar vidas de la Esperanza –acostumbrada a cruzar puentes– unirá en un arco maternal como atravesando el mapa de la ciudad que es una, de Pureza al Polígono Sur. Llegué a quererla como parte mía por uno de los caminos más hermosos de nuestra Semana Santa: queriendo a los que la quieren. Intuyendo cuántas oraciones y manos tendidas de vidas náufragas, quedaron –al menos una vez– ancladas para siempre en su Esperanza. Como el rumor de marea que la precede en la noche. Como la madre, en la larga noche de su camino, ofreciéndole a su hijo al Hijo. En ese rompimiento en la madrugada intuimos la Esperanza antes de aparecer en el pantalán de las vidas que la esperan. He vivido cómo esta madre de Pureza ejerce realmente de madre, de manera demasiado temprana, con uno de sus hijos jóvenes. Su mano tendida, con tantas otras manos tendidas. Así ha comenzado ya la Misión de la Esperanza, en Las Letanías, en las Tres mil, en el Polígono Sur.
Va llegando la Esperanza a estos hijos suyos, hijos y nietos de aquellos otros vecinos que dejaron el horizonte de Triana para vivir la diáspora y crecer en otros barrios. Cruzará el arco de la ciudad para escamondar dificultades y heridas en el paso que más pesa, el de la vida. Como en el canto del Magníficat, prometiendo la dignidad de hijos e hijas de Dios. Como en ese gran mosaico de la vida que Dios confronta ante una cultura del descarte. Llega la Esperanza para unir tantas teselas como hiciera falta. Y habrán hecho el camino de vuelta a casa. Eso es la Esperanza… no lo que aguardamos sino lo que nos deja cuando se vaya.
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